Si algún pintor ha derivado dudosamente en su obra desde un punto alto, álgido de belleza y creatividad, hasta caer en lo grisáceo y perder un colorismo brillante y personalmente muy conseguido, ese sería el caso de André Derain. El fauvista que perdió la “rabia” y con ello su puesto en la cima del Parnaso pictórico, cuando estaba con los más grandes. De hecho, hoy día, el “gran público”—esa amalgama de gentes tan maleable—ya no se acuerda de él.
Y sin embargo, Derain fue y es un grande, un pintor enorme durante un período relativamente corto de su vida artística. Sus mejores cuadros fueron pintados en un lapso de tres años y previamente había tenido otro período de cinco o seis años de buen arte. Después fue decayendo desde un fauvismo acendrado hasta un clasicismo gris y austero, cuasi gótico y muy lejos del colorismo rabioso y brillante de su época anterior. La fiera se domesticó con el estudio de los viejos maestros; una “víctima” de sus viajes a los renacentistas italianos.
Después de la primera Guerra Mundial, a la que fue militarmente movilizado, disfrutó de su mayor aceptación popular; curiosamente cuando más dudosa era su obra. Pintó mucho y discutible de calidad e interés. La aportación magnífica de sus años fauvistas, siempre en grupo, dió paso a exposiciones personales en todo el mundo occidental, Europa y E.E.U.U.; premios como el Carnegie en Pittsburgh (1928), encargos institucionales, diseños para ballets… En aquellos momentos representaba el prestigio de la cultura francesa. Sus obras entraron, por supuesto, en los mejores museos del planeta.
Derain estaba en el grupo de los elegidos parisinos desde el principio del siglo XX; se veían continuamente, intercambiaban opiniones, discutían, se influían unos a otros. Días de vino, rosas y hambre de gloria. Matisse, De Vlaminck, Picasso y toda la cohorte de intelectuales que gravitaban alrededor de los artistas plásticos en aquel Paris difícilmente repetible. Era un personaje un poco distante y nadie supo nunca porque se juntó con toda la pléyade; aparecía y desaparecía como por ensalmo, acompañado casi siempre por su mujer, Alice, entonces calmada y rutilante, y que los otros apodaban: la Santísima Virgen. Fernande Olivier, la compañera de Picasso, dejó una vívida descripción de él. “Derain era delgado, elegante, de buen color y de pelo moreno y brillante. Con un chic inglés un poco sorprendente. Sofisticadas chaquetas, corbatas de colores crudos, verdes y rojos. Siempre con la pipa en la boca, flemático, burlón, frio, un polemista”.
Derain fue quien introdujo a Picasso y a su grupo en la apreciación del arte africano, del cual fue un coleccionista pionero. En un viaje a Italia “descubrió” los mosaicos romanos. Se tornó un clasicista y renacentista empedernido. Su pintura cambió al conservadurismo más agudo, tanto que llegó a publicarse un libro con ensayos de varios escritores y artistas conteniendo acerbas críticas y disputas sobre su arte. El título: “En favor y contra Derain”, fue aprovechado para originar una marea de condena a él y al Modernismo. Eran los años treinta del siglo pasado. Un crítico y mediano pintor, Blanche, escribió: “La juventud le ha dejado; lo que queda es un arte altamente cerebral y bastante mecanizado”. A pesar de todo gozaba del reconocimiento oficial, que perdió más tarde por sus escarceos con los nazis.
El flujo de la sociedad hacia la aceptación y glorificación del arte moderno fue aprovechado por Derain para capitalizar su arte y su proyección popular. Lejos quedaban, a mediados del siglo XX, sus primeros pasos, sus primeros paisajes. Su amistad y su estudio compartido con Matisse y De Vlaminck. 1905, el Salón de Otoño. 1908, el Cubismo le entró por los ojos en los meses que pasó con Picasso en Avignon. Después, en los años veinte se fue a vivir al sur de Francia y desarrolló una extensa obra, discreta, mucha escultura y diseños para la Opera de Paris. En 1937 participó en la retrospectiva del Salón de los Independientes, para entonces casi todos ellos mundialmente famosos. Le llovían los premios y los encargos desde todos los puntos. El sur fue su refugio, aunque viajaba mucho.
Su vida derivó al término hacia algo frustrante en grado sumo, apenas podía ver. Su muerte, le atropelló un camión en 1954, lo encontró trabajando en decorados y figurines para “El Barbero de Sevilla”. Ello no le impidió dejar un pensamiento definitorio, a modo de epitafio: “La sustancia de la pintura es la luz”. Lo grandioso es que, al final, incluso casi ciego, seguía captando aquella luz, aquella sustancia. André Derain, con sus luces y sus sombras, fue uno de los grandes. Aquellos que aportan algo nuevo, aquellos que marcan una época.
Luisma, Maypearl (TX) 29 de Julio del 2014