El paisaje es duro y árido, apenas unos matones de árboles pequeños que no llegan a ser arboleda. Mucho arbusto bajo en las orillas del camino, y olor a tormenta reciente sobre el que domina otro olor, el de los cueros sobados de la diligencia. Es llanura quebrada por zanjas y con aire de ver poca agua. El único pasajero se revuelve inquieto en su asiento, rodeado de cajas y fardos que ocupan el espacio de otros pasajeros que no viajan.
En esta parte de su viaje, el contramaestre le ofreció viajar por casi la mitad del monto si le permitía asentar carga en las plazas libres. Aceptó de buena gana, pues los dineros de un pintor joven son siempre cortos. Aún así se arrepiente cada vez que golpea sus rodillas con alguna caja en los múltiples baches y regatones del camino. La caja de madera, atada con un cinto, que contiene sus artes de dibujo y pintura se bambolea en lo alto de unas mantas de lana trenzada. Sus manos acomodan, a ratos, dos rollos de lienzos que contienen pinturas a medio hacer, una de ellas casi terminada. No quiere que se rocen mucho y menos que se abollen con todo el traqueteo de la marcha.
Quedan solo dos leguas hasta el final de la jornada y la mente se le va a otros momentos, cuando recogía en su estudio capitalino los dos cuadros con los que piensa impresionar al Conde de Sobradiel. Es la visita a la que acude y es el final y el fin de este viaje. Aunque también lo es volver a casa, a una Zaragoza de la que quiere salir pero que siempre le atrae por los recuerdos…el maestro Luzán, los amigos, la familia. El pensamiento vaga pero el traqueteo le vuelve a la realidad. Su realidad, su ambición, está en la capital, Madrid tiene todo lo que le interesa. La posibilidad de trabajar con el maestro Mengs y la corte es un atractivo poderoso.
El cuadro más pequeño es un retrato, a tamaño natural, de una joven condesa heredera que ya empieza a lucir la misma bella estampa que la condesa madre; la joven todavía no tiene el misterio de su progenitora, aunque si unos ojos chispeantes que al pintor le han gustado asaz, a juzgar por la cantidad de bocetos que hizo del rostro de la niña. Francisco quiere llamar la atención del conde y cree que el retrato de su hija adorada lo procurará. Necesita un buen valedor que le ayude a conseguir el contrato para la bóveda de la Basílica del Pilar. Esa obra tiene que ser la que le proyecte en Madrid.
Por si fuera necesario le acompaña un cuadro mayor, grande y muy logrado, una obra casi terminada con la que impresionó al comité del premio del la ciudad de Parma, donde la presentó. A veces, le cuesta acabar sus pinturas, le cansa retocar mucho los lienzos. Esta pensando en modificar sus técnicas hacia algo menos elaborado, menos trabajoso con la química. Las novedades encontradas en su pasada estancia en Italia le pueden ayudar en este propósito y las nuevas maneras de pintura al fresco han sido una revelación para él. También los cartones para tapices, y no hace falta terminarlos tanto.
Siempre ha sido su problema el decidir cuando dar por terminada una pintura. Admira a su maestro que, en un momento dado, levanta el pincel y cuelga el cuadro como quien cuelga una capa después del invierno, y ya no lo toca más. Admirable esa seguridad. La pintura grande, en cuestión, es un magnífico cuadro histórico. Aníbal contemplando Italia; hecho un poco a la manera de esos italianos antiguos que no le agradan y de los que admira, sin embargo, el trabajo y lo perfecto de la composición.
Le hubiera gustado vivir en el siglo anterior, pero lo que en realidad le atrae es la promesa y la ambición de pintar como sueña, en su imaginación, que lo hagan los artistas de siglos venideros. Esos colores y esos tratamientos que lleva ensayando en pinturas y bocetos, y que no enseña a nadie. Su propia aceptación de estas pruebas es contradictoria, como lo es él mismo; unos días le interesan y otros le parecen una pérdida de tiempo. Siempre difícil de contentar, es el peor crítico de si mismo. Herencia de la familia Lucientes. También lo es su valentía. Su valor corre parejo con su ambición.
Ahora, su mirada se pierde en el fondo de la tarde, hacia la oscuridad que viene y hacia la que la diligencia corre. No tanto como su pensamiento que se adelanta a los acontecimientos, fruto de la ansiedad. Ya quisiera estar pintando esa cúpula que se adivina en lontananza. Ya quisiera pintar el palacio de Sobradiel…vivir en Madrid, trabajar con Mengs, conquistar la corte, pintor de cámara del Rey. Ya quisiera…pintar, pintar, pintar.
Luisma, 30 de agosto de 2015
[Originally posted on Dust, Sweat and Iron]
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