No, no es un error, me refiero al término “greenhouse”, lo que llamamos en español: invernadero (en inglés se le llama también: “glasshouse”—casa de cristal—). Fue un despiste mío, lingüístico, me levanté de la mesa del comedor y anuncié: me voy al “greenroom”—habitación verde—a hacer fotos. La carcajada fue general cuando S. (Ese Punto) aclaró a los circunstantes que me refería al invernadero. A partir de aquel momento, todo el mundo lo llama: “The Greenroom”, eso si, con media sonrisa irónica y mirando hacia mi.
Después del estudio donde pinto, un porche acristalado, el “greenroom” es mi lugar favorito en estos andurriales tejanos en los que ahora vivo. Y además es el legado íntimo, el más ostensible, de Michael (el extinto padre de S.); este invernadero y su mundo vegetal y floral que contiene es, seguramente, el lugar donde el debería pasar sus horas vivas y donde ahora pervive su recuerdo. Tantos momentos pasados aquí en su reino de las orquídeas.
Un paraíso de plantas y flores maravillosas en cuyo espacio se suspende el pensamiento de nada que no sea la pura delectación estética. Color y forma, bagaje y estímulo más que suficiente para cualquiera que adore la fotografía. Atravesar la puerta de la “oficina” del invernadero supone un reto contínuo a mi sentido de la composición, mi manera de “ver” este otro mundo, el vegetal, en el cual no había reparado nunca con la intensidad con la que lo estoy haciendo ahora.
Se me van las horas muertas mirando, escrutando a través de los objetivos, contemplando y calculando esta apoteósis floral; observando con sus diferentes luces, vigilando los movimientos del transcurso solar y al acecho de interpretar las señales que él manda a mi imaginación y que me permiten transfundir a la imagen fotográfica, y hasta a la pintura, una vibración que toda obra artística necesita, para serlo: energía, paso previo a la belleza.
El invernadero es un mundo real, y fantástico al mismo tiempo, que pasa a ser surreal y cien veces más fantástico con la sola interposición de una cámara entre el ojo y ese universo; que una vez captado ya no puedes tocar nunca más, no al menos en esa realidad, y cuyo momento queda para siempre allí en la fotografía, sentada en el medio de un camino en el que se cruzan lo pintado y lo escrito. De las tres formas de creatividad, cual prevalecerá sobre las otras?
Los nombres de esas flores y vegetales no salen de mi fantasía, salen de la Botánica, de la ciencia de las hierbas, esa casi desconocida para mi, y que ahora—nunca es tarde si la ciencia es buena—empieza a interesarme. Confieso que me sugestiona más la botánica pura que la aplicada y de ella la morfología, la fitografía. No me resisto al chiste malo sobre la fotografía de plantas.
Esta vez he escogido unas cuantas “poses” como muestra de lo que se puede hacer en el greenroom. Desde la Phalaenopsis, cuatro o cinco de las mil diferentes “polillas de Linneo”, la pink, la cultivar, la mambo…Las Dendrobium, también miles de especies, renuncio a encontrar cuales son, creo que australianas…Vandas, sin suelo y con raíces aéreas…Paphiopedilum, zapatillas de dama o de Afrodita; imposibles de clonar, lo que supone que cada planta es única, billones de plantas y todas diferentes, algo sorprendente y pasmoso. Begonias y muchas otras, a más de cientos de helechos, las “malas” hierbas del invernadero. Que sitio!
Es mi greenroom, lugar increíble e impresionante a la amanecida, con sol, sin sol, lloviendo, al atardecer, a oscuras, en sueños, “recogiendo algodón”(woolgathering), en la fantasía y en la realidad. Cualquier excusa es buena para apretar el gatillo de cámara. La habitación verde, un viaje altamente aconsejable.
Luisma, Maypearl (TX) 30 de Abril del 2014