Año 1656. Huele a chimenea, a leña de encina quemada. Son los últimos días de invierno que en Madrid demasiadas veces se confunden con la primavera. Del patio suben las voces de atención de la Guardia Real. El Alcázar, por la mañana, es un lugar silencioso. Las estancias que no tienen fuego de hogar se abren muy de amanecida para airear y no se cierran hasta el mediodía, para que el aire de la sierra seque y oree los ambientes — lo mismo que se hace con los embutidos serranos. El Palacio Real es vivible, si se mantienen las condiciones y se cuidan las temperaturas. Hoy, este ala está muy concurrida, personajes van y vienen ajetreados, señal de que los Reyes andan cerca. Los personajes en cuestión se reúnen, confluyen en el llamado cuarto del Príncipe que es el obrador, el estudio donde está pintando Velázquez en estos días. El maestro Diego, él fue quien me dijo que la habitación donde pinta el gran cuadro debería estar caldeada, sin exagerar, a tono con la situación: Que la princesa y las niñas no pasen frio. A él no le importa ese frio demasiado; aún siendo sevillano, lleva tiempo acostumbrado a estos días, a veces gélidos, de Castilla y dice que no sería la primera vez que pinta con guantes. Me gustaría hacerme amigo del maestro, ofrecerle mis servicios, aunque un viejo guardia adaptado a guardadamas no puede aspirar a mucho en esta Corte.
Nicolasillo Pertusato no es realmente un enano, es una miniatura de galán, un hombre diminuto que parece un niño pequeño y que se comporta como tal, estrambótico, ya tiene dos decenas de años pero aparenta como la mitad. Es saltarín y no tiene el físico ni los rasgos de la enanez. Es alegre aunque con mala leche, a veces, producto de ser consciente de su pequeñez. Anda por las estancias rebuscando algún dulce extraviado que llevarse a la boca, es un goloso y le pierden los “caramelle” italianos, como él, que hace poco han debutado en la corte. Esas piezas de confitura dulce que se han puesto de moda y que están empezando a costar problemas dentales a más de uno. Por no hablar del Tiramisú, ese postre cuya receta trajo el maestro de su último viaje a Roma; cuando pintó ese retrato del Papa, del que todo el mundo habla. Ni con tanto dulce engorda, ni crece. En los pasillos todo el mundo se para con él y coinciden en las cuestiones:
— “Donde vais de esa guisa, tan peripuesto y de tiros largos?”
— “Me va a pintar Velázquez… Don Diego quiere que esté en su nuevo cuadro, junto a la Infanta Margarita y sus meninas.” No todo el mundo tiene el honor de que lo pinte ‘el Sevillano’, solo los privilegiados.
— “Callad ya, no sois más que un enano!”
— “No soy un enano, soy un galán pequeño!” Berrea a su interlocutor. Pertusato calla, sabe perfectamente que su pequeñez es lo que le permite vivir en Palacio, y además, tampoco quiere enemistarse por un ‘quítame allá esas pajas’ con ningún personaje de la Corte.
El ‘niño grande y pequeño’ se apresura para llegar a tiempo al estudio del pintor. En el camino se tropieza con ‘León’ el bonachón perro de la Infanta que casi es más alto que él y al que le gusta zaherir:
—“Vamos, ‘León’ que a ti también te van a pintar.”
El perro le tira un gañafón que casi le hace perder el equilibrio. El diminuto personaje lo arrea con una patada en los cuartos traseros, como de costumbre. Ambos bajan la escalera que da al estudio y se paran sorprendidos de ver a los Reyes, que hablan en voz baja con el pintor. Nicolasillo afina el oído, curioso, mientras juega con el perro; no sabía que los monarcas iban a estar en la sesión de poses. No sería extraño, pues Velázquez es muy capaz de pintar varios cuadros al mismo tiempo. El perro rabea alrededor de la Reina que lo aparta ostentosa con el pie. El animal se sienta en el suelo y aparenta quedarse dormido. Nadie, ni siquiera un perro, sexto sentido animal, osaría quedarse dormido sin el pláceme en la presencia Real. Varias personas van entrando en la estancia, por un momento hay un gran ‘frufrú’ de vestidos, sedas y brocados. Las conversaciones y los ademanes se aquietan ante la figura de los Reyes. El olor de madera quemada en las chimeneas se adueña del lugar, un sol blancuzco entra por los balcones y a contraluz el aire del estudio se tiñe de colores y sobrevuelan miasmas, polvo y motas de luz. La habitación se hace agradable a todos los sentidos.
Margarita, Infanta de España, se moja los dedos y se atusa los pelillos rubios no sujetos por el prendedor de carey, que alguien le regaló después de un viaje a América. Está en la fuente del patio y no tiene prisa, nunca la ha tenido, se sabe el centro de atención y la preferida de su padre, a pesar de no ser un varón. Le hubiera gustado ser hombre, ser príncipe y heredero de la corona. Entonces sí hubiese tenido los mil retratos de Velázquez y no tanto medallón para ilustrar a futuros pretendientes. No sabe aún que puede llegar el día en que sea Reina de España o Emperatriz en Austria. Se sujeta los vuelos del vestido y camina bamboleándose, casi levitando, hacia el estudio del pintor.
— “Si yo no estoy, no hay cuadro,” protesta para su coleto.
— “Habrán de esperar, yo soy Margarita!” Casi se le escapa un grito.
— “Donde están mis meninas?”
Del fondo de un pasillo lateral ha surgido una masa obscura, de andar acompasado y dubitativo. Tiene los pies planos y el resoplido del poco fuelle físico.
— “Alteza, Alteza! Esperadme, por favor!” Margarita la reconoce antes de que salga de las sombras. Es Mari Bárbola, la enana germanota, descomunal, una enana gigante, apaisada y rolliza, que le llega diciendo:
— “Ay, ay, me duelen mucho mis rodillas y mis estómagos y me siento mal.” Margarita, consentida y a veces cruel, le contesta con bromas:
— “Bárbola, no tienes más que un estómago, por Dios!” La princesa trata de empujarla, sin éxito.
— “Yo, cuando me siento mal, me quedo en pie o cambio de silla, ja,ja….” La enana se detiene antes de bajar la escalera para recuperar el resuello.
— “Bárbola, vamos, más deprisa, apresuraos, que nos van a poner falta.”
Al entrar en la habitación, que huele a trementina y fuego de hogar, Isabel y María Agustina salen de las sombras por una puerta excusada que comunica con el pasillo hacia las cocinas. Las dos niñas se paran, descubren la reunión en ciernes y se acercan solícitas a la Infanta, ofreciéndole agua y anises en un búcaro rojo. Apenas se dan cuenta de donde y con quien están, no tienen ojos más que para ella, su ‘reina chiquita’. María Agustina Sarmiento e Isabel de Velasco, las meninas, son todavía unas niñas, unas señoritas de compañía, a pesar de ser solo un poco mayores que la Infanta. No les hace mucha gracia posar con los enanos.
— “No se porque tienen que estar en todas las sopas”, dice la una.
— “Es verdad, solo son unos monstruos”, retrueca la otra.
— “Que afición tiene el señor de Velázquez a pintar estos engendros.”
Las dos han llegado a Palacio, la noche anterior, desde la Casa de Campo, donde se hallaban preparando las habitaciones de verano, todos sus ropajes y decoración, para la próxima vacación de la Infanta. No tenían noticia de tener que posar para un cuadro y les entra la curiosidad de saber quien ha posado por ellas hasta lo de hoy. Se relamen de gusto de figurar para el pintor de cámara del Rey.
Diego de Silva y Velázquez entorna los ojos y medita lo que tiene en la imaginación. Le atrae pintar esta reunión que se le ha ocurrido: Reyes, personajes y personajillos. El mundo al revés, los Reyes minimizados solo serán un reflejo; los personajes adultos en las sombras, puro relleno para la composición; menos él mismo, convenientemente iluminado, a casi la misma importancia que la princesa. Los personajillos encuadrando la figura central de la niña. Sobre todo le da una gran excusa para aparecer con Su Majestad en un mismo lienzo. A ver como le presenta la idea del cuadro al Rey. Tendrá que ser una obra razonada y harto sutíl. Intuye que deberá terminarla antes de que el Rey la vea en instancias avanzadas, no sea que se la prohíban, como ya ha ocurrido con alguna otra pintura.
Velázquez medita, mientras observa a los circunstantes. Habrá de ir con cuidado. Su ambición de llegar a la nobleza no le permite dar ningún paso en falso. Esa misma ambición es la que también le ‘permite’ saberse un gran pintor, lo cual ha podido comprobar en sus viajes y visitas a colecciones reales en otros países. Desecha estos pensamientos, lo que ahora le preocupa es plasmar con sus pinceles y sus colores el aire en esta habitación, en la que ha reunido a todos estos personajes. Ni siquiera puede imaginar que todos ellos van a ser famosos en los siglos venideros, incluyéndose a si mismo, por causa de su habilidad, de su arte, en esta obra pictórica.
Debo apresurarme, no puede ser que un simple mentor palaciego llegue tarde a una sesión de pose con la Infanta, podría caer en desgracia, es tan fácil…. Un guardadamas, eso es lo que soy y lo máximo que llegaré a ser. Esta es una ocasión magnífica para hacerse de notar, sabe que su ayudante, Doña Marcela, ha convencido al pintor para que lo incluya en ese cuadro, a pesar de ser un ‘don nadie’. Un cuadro que aún no está pintado y ya todo el palacio habla excelencias de él, por sus dibujos preparatorios. Tendría gracia que mi nombre se perpetuara por los tiempos venideros en la Colección Real. Cuando entra en la estancia, ya todo el mundo está allí, hasta los Reyes. Oye un ruido a su espalda, al fondo enmarcado en la puerta, ve a Nieto el primo del pintor. Todo ‘quisque’ quiere algo, o mostrarse y figurar. Tal es el ‘entrar’ en un cuadro del sevillano Velázquez, Más me valdrá quedarme aquí en la obscuridad, junto a la dueña. Que honor! Que honor!
(El guardadamas en la sombra es el único personaje de “Las Meninas” del cual se ignora la identidad. Un eterno desconocido al que todos conocemos y nos hubiera gustado suplantar)
Luisma, Maypearl (TX) 11 de Mayo del 2015
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