Las jornadas se hacen ya muy duras, cuesta llegar a Toledo en medio de este calor del infierno, tanto que me parece ver esquilmada y seca como nunca esta Castilla, otrora verde y frondosa de pinares inacabables y hoy ganada por la encina de secarral y este sol de justicia, que le dicen. Cae de plano y el sudor malamente me deja abrir los ojos. El caballo me llevará donde le dé la gana, espero que siga el camino, los trigales ya están altos y se podría perder, y yo con él. Que bien me vendría tropezar con un rio, o un simple arroyo cangrejero, me metería en el agua así como estoy vestido, sin parar mientes. Se me quitaría este olor a montuno que llevo ya desde hace días, sin lavarme, sin asearme y sin cambiar la poca ropa que tengo conmigo para mudar.
Todas estas jornadas, desde que salí por la puente romana de Salamanca y enfilé el camino de Alba de Tormes, se me están haciendo largas como días sin pan, y que tampoco me sobra lo de la vitualla. En realidad me corroe la sed y, a veces, me hace hasta alucinar. He terminado todas las provisiones con las que empecé el viaje, mal cálculo, y ahora estoy expuesto a comer y beber lo que encuentro y donde lo encuentro. Castilla es ancha, los pueblos y las ventas se eternizan en llegar. Anoche, cerca de unas casas de labor, se me revolvían las tripas del olor que traía el viento, a farinato puesto a freír, estaba tan cansado que ni siquiera tenia fuerzas para investigar la procedencia. Ahora, el viento me trae olor a tormenta, buena y bienvenida será aunque tenga que buscar refugio por un tiempo. Tampoco es que esté haciendo este viaje a uña de caballo, no podría con este maldito penco que me soltaron en la última posta.
Tengo ganas ya de arribar a Toledo. Espero que mi carta haya llegado hasta mi tío, ferretero y vendedor de carretas, ese que bien sabe de mis penurias como artista incipiente y que me retrata siempre con el mismo soniquete: “Luigi, será ochavo o será botón, lo qué? Haciendo mímica de mi acento salmantino. Estaré con mis primos mientras acuda al taller del maestre Doménico, el griego, un artista pintor al que mi tío ha ayudado muchas veces y que acepta tenerme como aprendiz, por un tiempo, hasta ver si se puede hacer algo de mi. Parece que este Greco, de Toledo, es pintor conocido e influyente en la corte y muchos de sus discípulos han hecho carrera con sus enseñanzas. Soy ya un poco mayor para ser aprendiz, pero bien dicen que de aprender no se termina nunca.
Sigo en la brecha, a lomos de este penco resoplante, solo una jornada me separa de la villa del Tajo, aunque ya la brida y las correas se desbarajustan en mis manos húmedas de sudor caliente. Escupo sin saliva un polvo que hasta se mastica, sudor continuo, y hierro fundido, que es lo que cae de este cielo inclemente. Al fondo de la terrible llanura, acierto a ver unas temblorosas torres de catedrales e iglesias, vacilantes entre los vapores de la calima. Será ya la ciudad? Me dijeron que oiría el tañido de la campana gorda, aún sin ver las casas de la villa. Cuanto daría—hasta lo que no tengo—por ya haber llegado!
No es ilusión, tengo el sabor acre en la boca y ya han pasado dos años de aquello, crueles jornadas que más parecieron camino al infierno, hasta llegar aquí donde ahora tan gustosamente me encuentro. Toledo se me ha metido muy dentro, aunque no todo haya sido de rositas y parabienes. Lo peor se olvida pronto. Lo mejor es el maestro Doménico, que gran pintor y que gran enseñante! Nunca tiene el más mínimo inconveniente en esparcir su arte con todos los discípulos que revoloteamos a su alrededor. Con todas sus rarezas, buen hombre, nadie le intimida. Y es un grande de la pintura, mal que le pese al Rey! Un bledo le importó que su majestad no gustase de una de sus obras. Aquí en Toledo encontró su acomodo y sus valedores, y la fama de su arte se ha extendido por todo el reino, que hasta de otras cortes le llegan los encargos.
Pero yo de lo que os quería hablar era del Caballero de la Mano en el Pecho, una pintura por finiquitar que Doménico tenía desde hacía tiempo al retortero. Una señoría con el alma futura garantizada en el lienzo por la destreza del pintor, pero con los rasgos fisonómicos sin plasmar en la tela. El retrato terminado, a salvo solo de acabar los trazos de la efigie, el soplo del color de la piel y la vida de sus ojos. El maestro se empeñó, fue más una orden que un deseo, en que yo posara para dar celeridad al retrato de aquel caballero que vivía en Madrid y que venía, poco, corto y nunca por Toledo. Ya eran más de dos años que yo le servía de discípulo y no era la primera vez que le hacía de modelo.
Este desconocido es un cristiano
de serio porte y negra vestidura,
donde brilla no más la empuñadura,
de su admirable estoque toledano…
(Manuel Machado)
Aquel hombre callado del cuadro, algo que yo no era, tenía una cierta similitud conmigo. No soy capaz de acordarme de su nombre. Era alguien de la nobleza. Cuando al fin lo terminó, su mirada triste y puesta en el futuro, el maestro lo tildó de introvertido y melancólico, me intimidaba constantemente. Muchas veces me había visto a mi mismo frente al retrato de aquel caballero, momentos hechos horas, con la excusa de aprender pinceladas y delicuescencias pictóricas, soñando despierto en ser aquel alto personaje e imaginar su vida, o una vida mía, en la corte del Escorial.
Y aún lo sigo haciendo, ahora que ya sé que nunca fue posible.
Luisma, Maypearl (TX) 28 de Agosto del 2014
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