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La connivencia

“Mirar esa luz esperando a la de la memoria…” Foto: Luis Jiménez-Ridruejo

“Mirar esa luz esperando a la de la memoria…” Foto: Luis Jiménez-Ridruejo

La connivencia no es solo cosa de dos, o más, también puede ser propia, individual, reflexiva. Todo consiste en que mis neuronas se confabulen unas con otras; eso si, sin salirse de madre, caer por la pendiente y arrastrarse por el talud, como un tren descarrilado. Disimulos, transgresiones, descuidos, errores de o sin bulto, a los que uno mismo les cuelga el marchamo de la liviandad y la ignorancia menos culpable. Las neuronas, como las palabras, trabajan para ti—salvo error u omisión—casi siempre.

De madrugada, para variar, estoy mirando esperanzado esa luz que empieza a cernirse empujada por la mirada que va una y otra vez desde el sentajo, incomodo asiento (lo es, con el propósito de hacerme evitar el exceso de contemplación) a siete metros, más o menos, del lienzo ya con mancha y que me pide acercarme, tocarlo, e inmediatamente me rechaza a la posición original. El cuadro solo tiene unas pocas sesiones y ya empieza a reclamarme, a minar mi resistencia y hacerme buscar excusas para obligarme a justificar mi necedad y mi lentitud. Pero desde el tajo la miro. Mirar esa luz esperando a la de la memoria…

“…más o menos, del lienzo ya con mancha y que me pide acercarme…” Luis Jiménez-Ridruejo, Instar #4, en curso (acrílico sobre lienzo).

“…más o menos, del lienzo ya con mancha y que me pide acercarme…” Luis Jiménez-Ridruejo, Instar #4, en curso (acrílico sobre lienzo).

Cuando la luz atraviesa campos opalescentes, cuando tropieza con obstáculos que no pretenden serlo, cuando se mezcla con todos los rincones del aire y, entonces, puede detenerse donde le cuadra. Cuando absorbe o se esconde en todas las motas flotantes, dándoles cuerpo y sentido. Velázquez y Newton lo definieron antes que nadie: corpúsculos de luz. Materia luminosa esperando que el ojo resbale de una a otra belleza insinuadas, hasta otro brillo y antes de que la luz se aleje—ya nunca puede perderse—al encuentro con el pasado. Cuando aquel aire, ya quizá de un diferente color, vuelve después de haber rozado y construido nuevos campos de luz, nuevas situaciones reveladas, cien mil puntos que antes no estaban, o estaban siendo, allá a lo lejos, en connivencia con la luz de la memoria. Ah! Esos lejanos contubernios donde viven las ideas.

Cuando todas esas dimensiones, atravesadas y acariciadas, vuelven al plano que palpo y froto con mis manos, quizá para sentir el correr por los nervios de algo etéreo que solo veo, o que solo imagino. Entonces es cuando aparece la pintura o su trasunto reflejado que es la fotografía. Y sí, en algún punto de este viaje se ha quedado prendida, asida, colgante, la música; esa que nadie, sino yo, será capaz de saber donde está en el cuadro. Mi música—no la de los demás—pues cada uno pondrá la suya, donde discurra su imagen, donde esté su idea. Pero no debo cavilar en que pensaran los otros. Yo sigo hundiendo los dedos y los ojos en cada rincón que en el lienzo se aprisiona e intentando saber como y porqué se esta produciendo todo aquello; dominar, aunque sea imposible tarea, hacia donde va el maldito baile de mis neuronas. Y todo por esperar a la memoria, que es la gran dictadora y la verdadera dueña del cuadro. La pintura es mirar luz y esperar a la memoria.

:“…en algún punto de este viaje se ha quedado prendida, asida, colgante, la música…” Foto: Luis Jiménez-Ridruejo

:“…en algún punto de este viaje se ha quedado prendida, asida, colgante, la música…” Foto: Luis Jiménez-Ridruejo

Epílogo, que más debería haber sido un preámbulo o un circunloquio o digresión y que solo viene a cuento del espectáculo que “estamos” dando en el concierto de las naciones.

Connivencia: disimulo o tolerancia ante las faltas, transgresiones e incluso delitos de otros, especialmente de un superior que tendría poder y autoridad para frenarlos. Viene del latín: ‘conniventia’, se deriva del verbo ‘connivere’ que propiamente y en origen quiere decir: “cerrarse los ojos”, dormirse, descuidarse, “hacer la vista gorda”, estar de acuerdo disimuladamente. Perfecta definición de lo que ocurre en esa especie de ‘patio de monipodio’, la piel de toro, donde se juntan Rinconetes y Cortadillos a sacar tajada del arte, de la política, de la religión, y de todo aquello en lo que haya un euro que afeitar…todos ordeñando a la pobre y escurrida cabra, en connivencia con popes, alcaides, prestamistas, chamanes con tal arte que…bueno, ya está bien!

Termino antes de que descarrile del todo. Yo solo quería escribir sobre la luz en el cuadro y la mente se me fue, como tantas veces, al otro lado del ‘estanque’. Surgió la palabreja: connivencia, y aquellos polvos trajeron estos lodos.

Luisma, Maypearl (TX) 30 de Noviembre del 2014

 

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Jean Renoir en Chicago

luis jimenez-ridruejo on a bench at the art institute of chicago

*

Cada vez que voy a Chicago, indefectiblemente, tengo que ir al Art Institute, el museo. Al igual que la ciudad, es uno de mis museos favoritos en el mundo; y a partir de este viaje, uno de mis lugares soñados para pasar el tiempo, un verdadero jardín mental. En los últimos años el AIC ha estado de obras, creando una parte nueva: The Modern Wing. Esto, en un museo que ya, de por si, era una maravilla y ahora se ha convertido en un lugar mágico. Y me dan igual las críticas, no muy benevolentes, de algunos “especialistas”; esos que siempre tienen que “encontrar” algo para, quizás, justificar su existencia. Los mismos que nunca han creado nada, al menos nada bueno.

Renzo Piano, ha conseguido algo bueno, o mejor que bueno: único y mágico. Blanco, como un lienzo imprimado en gesso, una de las mejores maneras de colgar arte pictórico y de rodear de fondos los espacios para escultura. Blancos sujetos por suaves grises, pisos de maderas rubias y ventanas de hueco completo, enmarcando la obra de arte exterior e incluyendo esa arquitectura en la propia exhibición. Sin abusar de ella, sin ser demasiado obvio, matizando la visión con unas delicadas cortinas-pantallas que dejan admirar pero no hacen “sombra” al arte del interior. Y esta nueva ala que encara los rascacielos de downtown y el “guguengemiano” Gehry del Milenio, tiene unos bancos de asiento, a la distancia adecuada de los velados ventanales; un sitial magnifico para pasar las horas muertas, hoy en día, más bien los minutos muertos. Viendo y absorbiendo belleza.

luis Jimenez-Ridruejo, Art Institute of Chicago

Cada museo que conozco, tiene unas “piezas” que lo hacen singular y especial, para mi. Son las obras de arte que más fijan mi atención y me hacen volver a ellos, una y otra vez, como el que visita a viejos amigos. En el AIC, durante muchos años, ha habido una obra de arte de mi especial atracción. Algo extraño en mi, porque no hablamos de una pintura, ni una escultura, ni siquiera de una fotografía. Se trata de unas vidrieras, una obra de Marc Chagall. Su titulo: America Windows (Las Ventanas de América). Un trabajo fantástico y original, dominando los azules, en tres piezas (ventanas) estupendas.
Desgraciadamente, en las dos ultimas visitas, brillaban por su ausencia. Están en restauración, y una buena mujer, del servicio de vigilancia, me comunicó que volverán a la caída de la hoja, este mismo otoño. Albrícias!

Esta vez, decidí buscar “sustitutos” a mis vidrieras y los fui a encontrar en donde menos me iba a figurar: Renoir y Morisot. De vez en cuando, me gusta volver a beber en las fuentes del Impresionismo. Que gran época, para haber vivido en ella! Siempre mi indisimulado romanticismo! En un rincón, separados por el ángulo, descubrí dos nuevos atractivos para mi colección.

renoir painting, Art Institute of Chicago, photo by Luis Jimenez-Ridruejo

Era una mujer de espaldas, desnuda espalda y pelo recogido, que me hizo pensar inmediatamente en la actriz Meryl Streep. Obviamente, Berthe Morisot—la autora de la pintura—no pudo conocer, ni soñar, a la actriz americana. Pero, estoy seguro que, de haberla conocido, la hubiese pintado de esa manera: una rutilante espalda, en el acto de maquillarse para cualquier película. Una espalda de museo!
Sea esto un modesto homenaje a la primera, y única original, pintora impresionista. Infravalorada durante mas de 100 años, seguramente por ser mujer y, hoy, reputada y apreciada a la altura de cualquiera de los santones impresionistas. A los veinte años de edad, Berthe era ya, de pleno derecho, una más entre ellos. Participando, incluso, en la exposición inaugural del movimiento.

portrait of Jean Renoir, Art Institute of Chicago

Ese retrato de Renoir, hecho a su hijo Jean en su más tierna infancia, con el pelo largo como una muchacha, y cosiendo. Le hizo varias pinturas vestido de niña, una obsesión del padre. Jean, más tarde, llegó a ser uno de los más famosos directores del cine. Idolatrado en Francia, su película “El Río” es una de mis diez mejores obras del cine de siempre. El asunto de esta pintura me recuerda los problemas de algunos amigos con sus hijos, justamente por lo contrario. Los chicos dejándose el pelo larguísimo y los padres intentando cortárselo. Viviendo en Paris, a mis veinte años, mi padre intentó, y consiguió, “comprarme” el corte de un pelo que ya me llegaba a los hombros. La vida en Paris siempre fue cara!

Otro día sacaré a colación algo más sobre el AIC,—Que gran museo! Hoy, solo evocar que,—Por fin! El “Ala Moderna” ya se puede ver, es fruta madura, y la “cáscara” y la “pulpa” merecen el viaje y la visita. Grande, Renzo Piano! Magnífico!

 

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La “otra” casa

Luis Jimenez-Ridruejo, foto contraluz, ventana, lampara, barandilla

 

Llevo quince días intentando escribir este, u otro post, “y que si quieres arroz, Catalina” (¿!)—que, por cierto, nunca he sabido quien fue la tal señora— no hay manera de pergeñar nada, el síndrome de la hoja en blanco me atenaza. Hasta hoy no me he puesto a ello y es que me llevaban los diablos, o las brujas; ya se empieza a notar la cercanía del dichoso Halloween. La primera semana de la intentona me fui de viaje y como Texas es tan grande me pulí sus días al volante y visitando a la gente que tenía que ver. De vuelta me pasé el fin del periplo con las patas por alto y la mente cerrada por descanso del personal.

Luis Jimenez-Ridruejo, foto de tres bandas do plastico, sofa

La siguiente semana, la que acaba de terminar, y después de un intermedio pictórico, tres cuartos de lo mismo: me surgió otro viaje inesperado, al bote pronto, a hora y media de camino. Pasé cinco días enteros encerrado en una casa grande, de un familiar; supervisando y vigilando las obras de reparación de techos, cielos rasos que se habían manchado y desprendido por filtraciones de tejados dañados por tormentas, casi de la categoría de tornados. Reparación y su pintura consiguiente. Un obrón.

Luis Jimenez-Ridruejo, foto de sofa, espejo, cuadro

Fue vivir, de repente, en un mundo cubierto de plásticos de transparente opacidad que envolvían opresivas atmosferas de húmedo rocio. Proveniente del lavado de techos por dispersión con un compresor de pulverización, usado luego para arrojar texturas y pintura final. Me atraía observar, en vivo y en directo, como y con que mañas se las componían los pintores americanos para salvaguardar, de salpicaduras y pintura fresca, muebles, chismes, bártulos y cachivaches de una casa totalmente montada. Recordaba con horror los fandangos que se organizaban en mi pasado español, en situaciones similares. El resultado fue que muebles, accesorios, decoraciones, incluso uno de mis cuadros que está colgado en esa casa, sin moverse desaparecieron como por ensalmo. Un ser y no ser en un nuevo escenario, un estar y no estar, telones con accesibilidad, como si la realidad fuéramos nosotros y la casa hubiera transcendido a otra dimensión.

Luis Jimenez-Ridruejo, foto de chimenea, dos focos tapados

Aquí hubiera tenido que escribir de duro y pelado, echar mano de todos los ingenios para transmitir la imagen de aquello. O, en su defecto, acudir al viejo, pero siempre presente, dicho del filósofo Julián Marías. Para mí, desde la noche que me lo dijo en Houston (TX), hace ya tantos años, es un verdadero axioma (proposición clara y evidente, que no necesita demostración): “Escribe lo que no puedas pintar y pinta lo que no puedas escribir.” Este caso no pedía pintura, pintura era lo que sobraba en aquella casa. Así que eché mano de la fotografía y traté de plasmar un montón de sensaciones, aquellos colores insólitos, aquellas luces inesperadas, habitaciones como pozos insondables, y encontrar un significado gráfico para una situación en cierto modo de encantamiento o conjuro.

Luis Jimenez-Ridruejo, foto de cenital, entrada, escalera pintor

La “otra” casa. Un embrujo que, al parecer, solo veía yo. Un reto. De manera que las fotografías tuvieron que hablar por mí mismo. Y, al pronto, surgieron escaleras que parecían no ir a ninguna parte, “monstruos” que transitaban entre la luz y las sombras, metales coloridos que se disolvían tras los reflejos, sensaciones de otras épocas y otros lugares, remembranzas del “puré de guisantes” londinense. Hasta los sonidos eran provocadores. El motorcillo de aire comprimido del pulverizador hacía de las suyas…Pff—pff —pff…ho—ho—ho…ilustración sonora que traía ecos de película de misterio. Brotaban humedades polivinílicas que eran el trasunto del volandero polvo líquido que impregnaba los plásticos protectores. Se manifestaban inexplicables formas antes ocultas, vibraciones de casa embrujada.

Luis Jimenez-Ridruejo, foto de ariete azul entre dos puertas

Estuve un tiempo suspendido en el trasiego de estos pensamientos, ya ni siquiera hacía fotos, solo elucubraba y mi cerebro proyectaba hacia dentro de mí mismo un cuestionario deslavazado de preguntas—algunas, realmente incoherentes—, que es lo típico que sucede cuando me “pierdo” en situaciones estéticas, cuando me ausento de la realidad por embelesamiento. Las más de las veces, preguntas paradójicas y enigmáticas. Entonces necesito el “clic”, la rotura que me devuelva al mundo. Que hago yo aquí? Que es todo esto que me rodea? Y sobre todo: donde estoy?

Luis Jimenez-Ridruejo, foto de baño cubierto plasticos

Por suerte, en ese momento, cuando empezaba a “patinarme la neurona”, más de lo usual, se hizo el prodigio. Allí, oculta en el fondo de aquel espacio, repentinamente y por aparente generación espontánea (es decir, por control remoto, accionado por S. desde el garaje) se encendió la monumental pantalla de televisión, presidiendo y dominando el lugar que parecía transmutado. Los plásticos no dejaban ver la imagen pero no podían con el sonido, los clarines de la cruda realidad. En un instante, todo volvió a ser lo de siempre, la casa grande de M. y B., en un vecindario preciado al norte de Dallas, Texas, E.E.U.U. Al menos, de la ensoñación y la elucubración de la “otra” casa, han quedado las fotografías y este escrito, que se hacía de rogar.

Luisma, Maypearl (TX) 27 de Octubre del 2014

(Fotografía: Luis Jiménez-Ridruejo)

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Juan Muñoz en el Hirshhorn

Patio interior y entrada al Hirshhorn Museum. Washington D.C. (Foto: Luis Jiménez-Ridruejo)

Patio interior y entrada al Hirshhorn Museum. Washington D.C. (Foto: Luis Jiménez-Ridruejo)

A lo largo de estos años, ya muchos, que llevo en este país y las múltiples visitas a su capital, siempre he tenido una sensación—aunque no puedo explicarla muy bien—, y es que Washington me recuerda a Viena; yo le llamo la Viena americana. Ciertos puentes y sus barandillas de hierro, las arboledas de algunos parques, las mansiones de una época determinada, imperial; alguna piedra de sillar, la orientación del recorrido del sol, momentos de luz sobre paredes estucadas de colores; sonidos y silencios. Son similitudes en detalles, quizás Viena inspiró y favoreció la influencia desde el punto de vista de un Jefferson o un Franklin. En conjunto, siempre algo me retrotrae a esa idea. Y Washington D.C., cuyos monumentos son algunos de los más popularizados y visitados en el mundo, guarda una colección de museos, sobre todo los de arte de los siglos XIX a lo de hoy, difícil de igualar. No en vano es uno de los grandes escaparates del imperio.

Confieso que, hace veinticinco años, la primera vez que visité la capital, no tenía mucho conocimiento del “Hirshhorn Museum and the Sculpture Garden” (este es su nombre completo) y me pasó casi totalmente desapercibido en mi primera visita al National Mall, que es como una monstruosa plaza rodeada de un semillero de sitios muy visitables. Entre museos Smithsonians y Memoriales de Guerras y Presidentes, con el propio edificio del Congreso que lo corona, un día no da para verlo todo y estamos hablando de exteriores, sin entrar en ningún sitio. Los americanos lo intentan en coches y autobuses. Siempre que he tratado de enseñárselo a algún visitante europeo, a pie y a matacaballo; hemos acabado rendidos, echando el bofe en alguno de los muchos bancos de los vastos jardines de la zona. Verlo todo en un día, imposible. Escribir de todo ello en una sola sentada, otro imposible.

Luis Jiménez-Ridruejo “parlamentando” con “The Last Conversation Piece”. (Foto: S.)

Luis Jiménez-Ridruejo “parlamentando” con “The Last Conversation Piece”. (Foto: S.)

Aquella primera vez, sin embargo, ya me quedé con el toque, al pasar de largo por el Hirshhorn, de la buena pinta del edificio y me comprometí mentalmente para no fallarlo en una subsiguiente visita. Esa visita se hizo esperar unos cuatro o cinco años. El hombre propone y la vida dispone. Aun así, se me había quedado grabado el impacto de aquel edificio singular, que me parecía como una suerte de astronave nodriza de alguna galaxia desconocida. Después supe que el arquitecto había sido Gordon Bunshaft, del que ya conocía uno de mis rascacielos más admirados de Nueva York: el One Chase Manhattan Plaza, sesenta pisos y una sinfonía de la recta. En cuanto fue posible me propuse visitar este museo, que pronto hizo trio con mis otros dos favoritos de la “Corte”: La Phillips Collection, el primer museo de arte moderno del país; y el Corcoran, la mayor colección de arte americano del mundo.

Nunca he vuelto a fallar mi visita al Hirshhorn, cada vez que caigo por Washington. Y han sido muchas. Como siempre ocurre en mis pinacotecas (una de mis palabras favoritas en cualquier idioma), tengo una serie de artistas que “necesito” visitar, es gente con la que hablo desde hace años, paso tiempo en su compañía, me confieso, hago preguntas de todo tipo. Algunos viven al mismo tiempo en diferentes museos, diferentes obras. Otros ya saben que voy a ir a verlos porque ando en tratos pictóricos habituales con ellos, a menudo, diariamente. Casi siempre se trata de pintores y, raramente, la visita principal es para algún escultor. Es cosa sabida mi relación sesgada con la escultura y siempre he reconocido que es una asignatura verdaderamente pendiente. Creo que me iré para el otro lado sin saber cual ha sido mi auténtico problema con el tema. La escultura me gusta, pero no toda ella, muy poca me toca la fibra sensible. En el Hirshhorn está bien representado un “amigo” que visitar para los restos, un escultor que sí me conmueve y lo hace siempre, un español, Juan Muñoz.

S. “haciendo amigos” en el jardín del Hirshhorn. (Foto: Luis Jiménez-Ridruejo)

S. “haciendo amigos” en el jardín del Hirshhorn. (Foto: Luis Jiménez-Ridruejo)

Confesión tras confesión: hasta mi primera visita al Hirshhorn capitalino, nunca había visto una obra, físicamente, al natural, de Juan Muñoz. Solo fotografías y ni siquiera sabía que estaba allí, en el jardín de la escultura. Tiene a su disposición una entera sección, una pradera en donde están, moran, discuten y se “mueven” las cinco figuras de su grupo escultórico, una maravilla en un espacio con cierto aire a escenario de un claustro conventual. De manera que me topé con su: “The Last Conversation Piece” por sorpresa y desde aquel día visito a sus “personajes”, en ausencia de Juan, que no se encuentra y por el cual les pregunto cuando voy. Siempre me contestan lo mismo: “anda contando historias, no se dónde y a no sé quién”.

“Mirándolo bien: es imposible que se tumben. En que estaría yo pensando?”

“Mirándolo bien: es imposible que se tumben. En que estaría yo pensando?”

El Hirshhorn, museo con grandes contrastes y una colección permanente magnifica es como una especie de retrato de la realidad americana, otro día “entraremos” en el edificio, hoy solo el jardín. Este lugar y esta escultura de Juan Muñoz, que se me antoja tan “goyesca”, tienen la virtud de darme siempre en que pensar; es una obra muy narrativa que excita la imaginación y la interacción. Alguna vez he de ir de noche, amparado en la total oscuridad que presumo, a ver si siguen discutiendo, o si por el contrario se tumban en la hierba y duermen para estar frescos al día siguiente y reanudar la que siempre será su última conversación. Mirándolo bien: es imposible que se tumben. En que estaría yo pensando?

Luisma, Maypearl (TX)   29 de Septiembre del 2014

“Mis niñas”

“…volar con su pomo de esencias, rolando el vertiginoso círculo rojo de la composición.”

“…volar con su pomo de esencias, rolando el vertiginoso círculo rojo de la composición.”

El ir a ver a “mis niñas” es una de las razones de todos y cada uno de mis viajes a España. Y no me refiero a mi niña natural y fundamental, la Ene, que ella es razón primera. Son esas otras niñas que viven, desde hace años, en el Paseo de la Castellana. Habitan en un segundo piso de una casona grande, cada vez más grande, un verdadero museo; en gran compañía y sin pagar alquiler. Muy al contrario, todo el mundo paga por verlas a ellas. Allí viven, hechas unas princesonas, entre la admiración de tirios y troyanos, entre miradas de miríadas de asiáticos y otros circunstantes de las más variadas etnias y nacionalidades.

Mis niñas son un espectáculo por si mismas. No son una atracción circense; aunque de circo es, las más de las veces, la barahúnda que se monta a su alrededor en la sala donde ellas residen eternamente. Hoy, sin ir más lejos, les rendían pleitesía varias docenas de japoneses, un piquete de alemanes, un grupito de africanos francófonos, una familia de hindúes, dos altísimos hermanos gemelos nórdicos y un puñado de españoles desperdigados. Además de S. y yo, que soy casi un familiar de ellas; todos con la pretensión de acercarnos lo mas posible, como si fuéramos a decirles algo.

Decir, lo que se dice decir…son ellas las que nos hablan y nos trasmiten, además de su propia belleza, un montón de sensaciones y sugerencias. Nos hablan de la historia de su momento, de tantas cosas que pasaron en su tiempo, aunque este también lo sea, al menos para sus veras efigies. Nos hablan de la calidad del hombre, casi divino, que las conformó…o debería decir creó; y que pervive con ellas, para todos los siglos, y para ludibrio de todas mis visitas. Me regalan y me renuevan, con sus cantos de sirenas estéticos, la pasión por la pintura, la gran pintura, la eterna; que no tiene principio ni fin y pertenece a todas las épocas y todos los estilos que en el mundo hayan sido y serán.

El verdadero propósito de mis continuas visitas; año tras año antes, de cuatro en cuatro cuando no se puede más; es vigilar su crecimiento . Cada vez están más “altas”, en la apreciación del mundo, y cada vez más bellas. Envejecen de tal suerte que no se les nota nada el paso de los siglos. Deberían ser ya unas ancianitas y, sin embargo, están como el primer día. El día que Diego, su progenitor, decidió no emperifollarlas más y las mostró al mundo, para que tuvieran vida y, fundamentalmente, luz propia.

Son “mis niñas”…María Sarmiento, solícita y dispuesta a todo, emprendedora y morena de verde luna, si las hubiere. Margarita, bruja rubita, elegante y flotante, dispuesta a volar con su pomo de esencias, rolando el vertiginoso círculo rojo de la composición. Isabel de Velasco, dura y recta como una flecha, guapa. Bárbola, radiante en su fealdad y bella para siempre. Hasta Nicolasito Pertusato, esa miniatura, cuenta como una de ellas. Quien sabe si, a lo mejor, lo fuese. Cosas más raras se han visto! Mujeres barbadas, donceles femeninos, fenómenos de toda suerte.

Esto es lo que hay, y es mucho. El verdadero prodigio es, aquí, todo el cuadro. Mis niñas, mis “Meninas”. Para definir el aire y la luz hay que hablar de ellas. Para definir el arte de pintar hay que estar frente a ellas. Para el arte de vivir, hoy, una vez más, estuve allí.

[Originally posted at Dust, Sweat and Iron]

El Caballero…

Luis Jiménez-Ridruejo. “El Caballero de la Mano en la Cámara” (Foto: Javier Pérez-Mínguez)

Luis Jiménez-Ridruejo. “El Caballero de la Mano en la Cámara” (Foto: Luis Pérez-Mínguez)

Las jornadas se hacen ya muy duras, cuesta llegar a Toledo en medio de este calor del infierno, tanto que me parece ver esquilmada y seca como nunca esta Castilla, otrora verde y frondosa de pinares inacabables y hoy ganada por la encina de secarral y este sol de justicia, que le dicen. Cae de plano y el sudor malamente me deja abrir los ojos. El caballo me llevará donde le dé la gana, espero que siga el camino, los trigales ya están altos y se podría perder, y yo con él. Que bien me vendría tropezar con un rio, o un simple arroyo cangrejero, me metería en el agua así como estoy vestido, sin parar mientes. Se me quitaría este olor a montuno que llevo ya desde hace días, sin lavarme, sin asearme y sin cambiar la poca ropa que tengo conmigo para mudar.

Todas estas jornadas, desde que salí por la puente romana de Salamanca y enfilé el camino de Alba de Tormes, se me están haciendo largas como días sin pan, y que tampoco me sobra lo de la vitualla. En realidad me corroe la sed y, a veces, me hace hasta alucinar. He terminado todas las provisiones con las que empecé el viaje, mal cálculo, y ahora estoy expuesto a comer y beber lo que encuentro y donde lo encuentro. Castilla es ancha, los pueblos y las ventas se eternizan en llegar. Anoche, cerca de unas casas de labor, se me revolvían las tripas del olor que traía el viento, a farinato puesto a freír, estaba tan cansado que ni siquiera tenia fuerzas para investigar la procedencia. Ahora, el viento me trae olor a tormenta, buena y bienvenida será aunque tenga que buscar refugio por un tiempo. Tampoco es que esté haciendo este viaje a uña de caballo, no podría con este maldito penco que me soltaron en la última posta.

Tengo ganas ya de arribar a Toledo. Espero que mi carta haya llegado hasta mi tío, ferretero y vendedor de carretas, ese que bien sabe de mis penurias como artista incipiente y que me retrata siempre con el mismo soniquete: “Luigi, será ochavo o será botón, lo qué? Haciendo mímica de mi acento salmantino. Estaré con mis primos mientras acuda al taller del maestre Doménico, el griego, un artista pintor al que mi tío ha ayudado muchas veces y que acepta tenerme como aprendiz, por un tiempo, hasta ver si se puede hacer algo de mi. Parece que este Greco, de Toledo, es pintor conocido e influyente en la corte y muchos de sus discípulos han hecho carrera con sus enseñanzas. Soy ya un poco mayor para ser aprendiz, pero bien dicen que de aprender no se termina nunca.

Sigo en la brecha, a lomos de este penco resoplante, solo una jornada me separa de la villa del Tajo, aunque ya la brida y las correas se desbarajustan en mis manos húmedas de sudor caliente. Escupo sin saliva un polvo que hasta se mastica, sudor continuo, y hierro fundido, que es lo que cae de este cielo inclemente. Al fondo de la terrible llanura, acierto a ver unas temblorosas torres de catedrales e iglesias, vacilantes entre los vapores de la calima. Será ya la ciudad? Me dijeron que oiría el tañido de la campana gorda, aún sin ver las casas de la villa. Cuanto daría—hasta lo que no tengo—por ya haber llegado!

No es ilusión, tengo el sabor acre en la boca y ya han pasado dos años de aquello, crueles jornadas que más parecieron camino al infierno, hasta llegar aquí donde ahora tan gustosamente me encuentro. Toledo se me ha metido muy dentro, aunque no todo haya sido de rositas y parabienes. Lo peor se olvida pronto. Lo mejor es el maestro Doménico, que gran pintor y que gran enseñante! Nunca tiene el más mínimo inconveniente en esparcir su arte con todos los discípulos que revoloteamos a su alrededor. Con todas sus rarezas, buen hombre, nadie le intimida. Y es un grande de la pintura, mal que le pese al Rey! Un bledo le importó que su majestad no gustase de una de sus obras. Aquí en Toledo encontró su acomodo y sus valedores, y la fama de su arte se ha extendido por todo el reino, que hasta de otras cortes le llegan los encargos.

“…e imaginar su vida, o una vida mía, en la corte del Escorial.” (Foto: Luis Jimenez-Ridruejo Ramirez)

“…e imaginar su vida, o una vida mía, en la corte del Escorial.” (Foto: Luis Jimenez-Ridruejo Ramirez)

Pero yo de lo que os quería hablar era del Caballero de la Mano en el Pecho, una pintura por finiquitar que Doménico tenía desde hacía tiempo al retortero. Una señoría con el alma futura garantizada en el lienzo por la destreza del pintor, pero con los rasgos fisonómicos sin plasmar en la tela. El retrato terminado, a salvo solo de acabar los trazos de la efigie, el soplo del color de la piel y la vida de sus ojos. El maestro se empeñó, fue más una orden que un deseo, en que yo posara para dar celeridad al retrato de aquel caballero que vivía en Madrid y que venía, poco, corto y nunca por Toledo. Ya eran más de dos años que yo le servía de discípulo y no era la primera vez que le hacía de modelo.

Este desconocido es un cristiano

de serio porte y negra vestidura,

donde brilla no más la empuñadura,

de su admirable estoque toledano…

(Manuel Machado)

Aquel hombre callado del cuadro, algo que yo no era, tenía una cierta similitud conmigo. No soy capaz de acordarme de su nombre. Era alguien de la nobleza. Cuando al fin lo terminó, su mirada triste y puesta en el futuro, el maestro lo tildó de introvertido y melancólico, me intimidaba constantemente. Muchas veces me había visto a mi mismo frente al retrato de aquel caballero, momentos hechos horas, con la excusa de aprender pinceladas y delicuescencias pictóricas, soñando despierto en ser aquel alto personaje e imaginar su vida, o una vida mía, en la corte del Escorial.

Y aún lo sigo haciendo, ahora que ya sé que nunca fue posible.

Luisma, Maypearl (TX)   28 de Agosto del 2014

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El Tío de las Gafas Verdes

Fachada principal del Museo de Arte de Cleveland.—Quieren que sepas que está abierto

Fachada principal del Museo de Arte de Cleveland.—Quieren que sepas que está abierto

Para celebrar un cumpleaños, lo óptimo es visitar un museo de arte y si es la primera vez que lo ves, mucho mejor. Es una de mis manías, otra es trabar “conocimiento” con alguna de las obras exhibidas y “adoptarlas” como amigas y, por lo tanto, visitarlas siempre que la ocasión se tercie. Esto fue lo que hice unos días atrás visitando el Museo de Arte de Cleveland, en Ohio.

Un museo grande, aunque no grandioso; es uno más de esos típicos museos de las ciudades americanas de cierta importancia, con sus colecciones pequeñas, escasas de obra y limitadas de interés, salvo casos excepcionales. No todo el mundo puede tener el lujo de una colección con la enormidad y la magnificencia del Museo del Prado. Estamos muy mal acostumbrados, nosotros, los españoles. En América y en muchos casos, colecciones privadas abiertas al público son mejores y más completas que las de los museos “oficiales”, patrocinados solo en parte por dinero estatal.

El Museo de Arte de Cleveland dispone de un edificio insignia, “clásico”(1916), con su frontón, sus columnas y su estanque a la entrada, incluso con gansos para no ser menos que el Capitolio Romano. Fastuoso exterior para una colección mediana. Se le han venido añadiendo edificios que rodean el palacio primero, más o menos acertadamente. Si bien, el más destacable edificio del campus no pertece al museo, está solo a un tiro de piedra de esta fastuosidad y emerge por encima de todos, con su aspecto de casco romano. Es el “Peter B. Lewis” de Frank Gehry, la Escuela de Negocios y Dirección de Empresa de la Universidad. A esta maravilla fotogénica hay que echarle de comer aparte, tanto como al Guggemheim de Bilbao.

Después de caminar desde el aparcamiento, con la solanera que pegaba de plano en las cabezas, agradecimos entrar en el museo clásico, el de arte, con sus espesos muros y su aire acondicionado. Su colección permanente, como digo, no es muy extensa, ni tampoco muy selecta, aunque tiene algunas piezas interesantes de pintura y escultura. El resto, incluido un pequeño repertorio de armaduras y armatostes medievales, que parecen desplazadas en un museo americano, son cosas de no mucho valor y poca sensación.

Demasiadas copias, o simples atribuciones. Vemos un Picasso “azul”, no de lo mejor. Un Turner ardiendo en llamas, demasiado fuego. Un Monet enorme, de tamaño, canto a la admiración del americano medio por el Impresionismo. Para ellos la pintura empieza, y termina, en este movimiento. Un lamentable “Cupido y Psyche” de David, compensado por un “Aviador” de Fernand Leger, magnífico. Un Matisse poco lucido y la conciencia de la nula o poca presencia de la mejor pintura americana. Y así sala tras sala.

Al salir de la sala Rodin, una jaula de cristal, todavía deslumbrado por la luz natural y los volùmenes rodinianos; estaba tratando de acomodar mis ojos a la intensidad de la luz artificial, cuando reparé en un retrato solitario y sorprendente, no por su calidad ( muy del montón) sino por el aspecto vampírico del retratado, y más que nada por las extrañas gafas con cristales verdes y diseño “avanzado”, incluso para los tiempos que corren. Había unas cuantas personas frente al cuadro, al parecer no era yo el único interesado en el tipo y sus alucinantes gafas.

Retrato de Nathaniel Olds por Jepta Wade (1837). Foto : Luis Jimenez-Ridruejo.

Retrato de Nathaniel Olds por Jepta Wade (1837). Foto : Luis Jimenez-Ridruejo.

El personaje en cuestión fue: Nathaniel Olds (1837, la fecha del cuadro), uno de aquellos “robber barons” (vampiros de la riqueza), no tan importante como Carnegie, que contribuyeron a la “creación” de la economía de este pais. El pintor fue Jepta Wade, un desconocido del que descubrí una mayor aportación: fundador de la Western Union Telegraph Co. (!?) Evidentemente en aquel momento de esta nación, con todo por hacer, hasta el más tonto hacía relojes o trataba de hacerse rico con tantas oportunidades.

El retrato de Mr. Olds tiene esas gafas verdes y “supermodernas”. Unas gafas especiales, diseñadas para proteger los ojos de la brillantez e intensidad de la luz de las lámparas de Argand. Estas usaban como combustible el aceite de ballena (!), muy caro y que pronto cayó en desuso en favor del keroseno, mucho más barato. A quién se le ocurre hacerse el retrato con las dichosas gafas!? De cualquier manera, ya tengo un nuevo “amigo” al que visitar en un nuevo museo: El Tío de las Gafas Verdes, en Cleveland. No son las “Señoritas de Avignon”, pero el tío tiene un punto.

Luisma, 25 de Abril del 2012

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Retrato de Pintor (XI)

Andre Derain. Autorretrato c. 1903, Australian National Gallery

Andre Derain. Autorretrato c. 1903, Australian National Gallery

Si algún pintor ha derivado dudosamente en su obra desde un punto alto, álgido de belleza y creatividad, hasta caer en lo grisáceo y perder un colorismo brillante y personalmente muy conseguido, ese sería el caso de André Derain. El fauvista que perdió la “rabia” y con ello su puesto en la cima del Parnaso pictórico, cuando estaba con los más grandes. De hecho, hoy día, el “gran público”—esa amalgama de gentes tan maleable—ya no se acuerda de él.

Y sin embargo, Derain fue y es un grande, un pintor enorme durante un período relativamente corto de su vida artística. Sus mejores cuadros fueron pintados en un lapso de tres años y previamente había tenido otro período de cinco o seis años de buen arte. Después fue decayendo desde un fauvismo acendrado hasta un clasicismo gris y austero, cuasi gótico y muy lejos del colorismo rabioso y brillante de su época anterior. La fiera se domesticó con el estudio de los viejos maestros; una “víctima” de sus viajes a los renacentistas italianos.

Después de la primera Guerra Mundial, a la que fue militarmente movilizado, disfrutó de su mayor aceptación popular; curiosamente cuando más dudosa era su obra. Pintó mucho y discutible de calidad e interés. La aportación magnífica de sus años fauvistas, siempre en grupo, dió paso a exposiciones personales en todo el mundo occidental, Europa y E.E.U.U.; premios como el Carnegie en Pittsburgh (1928), encargos institucionales, diseños para ballets… En aquellos momentos representaba el prestigio de la cultura francesa. Sus obras entraron, por supuesto, en los mejores museos del planeta.

Luis Jimenez-Ridruejo en el MoMA. Visitando a Derain

Luis Jimenez-Ridruejo en el MoMA. Visitando a Derain

Derain estaba en el grupo de los elegidos parisinos desde el principio del siglo XX; se veían continuamente, intercambiaban opiniones, discutían, se influían unos a otros. Días de vino, rosas y hambre de gloria. Matisse, De Vlaminck, Picasso y toda la cohorte de intelectuales que gravitaban alrededor de los artistas plásticos en aquel Paris difícilmente repetible. Era un personaje un poco distante y nadie supo nunca porque se juntó con toda la pléyade; aparecía y desaparecía como por ensalmo, acompañado casi siempre por su mujer, Alice, entonces calmada y rutilante, y que los otros apodaban: la Santísima Virgen. Fernande Olivier, la compañera de Picasso, dejó una vívida descripción de él. “Derain era delgado, elegante, de buen color y de pelo moreno y brillante. Con un chic inglés un poco sorprendente. Sofisticadas chaquetas, corbatas de colores crudos, verdes y rojos. Siempre con la pipa en la boca, flemático, burlón, frio, un polemista”.

Derain fue quien introdujo a Picasso y a su grupo en la apreciación del arte africano, del cual fue un coleccionista pionero. En un viaje a Italia “descubrió” los mosaicos romanos. Se tornó un clasicista y renacentista empedernido. Su pintura cambió al conservadurismo más agudo, tanto que llegó a publicarse un libro con ensayos de varios escritores y artistas conteniendo acerbas críticas y disputas sobre su arte. El título: “En favor y contra Derain”, fue aprovechado para originar una marea de condena a él y al Modernismo. Eran los años treinta del siglo pasado. Un crítico y mediano pintor, Blanche, escribió: “La juventud le ha dejado; lo que queda es un arte altamente cerebral y bastante mecanizado”. A pesar de todo gozaba del reconocimiento oficial, que perdió más tarde por sus escarceos con los nazis.

El flujo de la sociedad hacia la aceptación y glorificación del arte moderno fue aprovechado por Derain para capitalizar su arte y su proyección popular. Lejos quedaban, a mediados del siglo XX, sus primeros pasos, sus primeros paisajes. Su amistad y su estudio compartido con Matisse y De Vlaminck. 1905, el Salón de Otoño. 1908, el Cubismo le entró por los ojos en los meses que pasó con Picasso en Avignon. Después, en los años veinte se fue a vivir al sur de Francia y desarrolló una extensa obra, discreta, mucha escultura y  diseños para la Opera de Paris. En 1937 participó en la retrospectiva del Salón de los Independientes, para entonces casi todos ellos mundialmente famosos. Le llovían los premios y los encargos desde todos los puntos. El sur fue su refugio, aunque viajaba mucho.

Andre Derain, Puente de Charing Cross, Londres, 1906, National Gallery of Art, Washington, D.C.

Andre Derain, Puente de Charing Cross, Londres, 1906, National Gallery of Art, Washington, D.C.

Su vida derivó al término hacia algo frustrante en grado sumo, apenas podía ver. Su muerte, le atropelló un camión en 1954, lo encontró trabajando en decorados y figurines para “El Barbero de Sevilla”. Ello no le impidió dejar un pensamiento definitorio, a modo de epitafio: “La sustancia de la pintura es la luz”. Lo grandioso es que, al final, incluso casi ciego, seguía captando aquella luz, aquella sustancia. André Derain, con sus luces y sus sombras, fue uno de los grandes. Aquellos que aportan algo nuevo, aquellos que marcan una época.

Luisma, Maypearl (TX)   29 de Julio del 2014

“Wake me when it’s over” (Despiértame cuando se acabe)

Luis Jimenez-Ridruejo, MoMA 2008. Richard Diebenkorn, Ocean Park #115

Luis Jimenez-Ridruejo, MoMA 2008. R. Diebenkorn, Ocean Park #115

Nueva York si que vale una misa. Sigue siendo la capital del mundo, mal que le pese a muchos, y por supuesto es la capital del imperio actual. Me gusta venir y estar un tiempo, no mucho. Ver lo que hay que ver (casi todo) y oír lo que hay que oír (principalmente jazz) y salir corriendo antes de que se ponga espeso, es decir, antes de que el cansancio de su ritmo te gane.

Y a ver es a lo que hay que venir a Nueva York. Hay que abrir bien los ojos porque aquí está todo lo que está pasando y el germen de todo lo que va a pasar. Por eso los diecinueve tiraron las Torres Gemelas, por poner de rodillas a esta ciudad. Cosa harto difícil. El imperio cae y caerá del todo, eso seguro. Será más difícil y más lentamente de lo que creí. No lo verán mis ojos y es una pena porque siempre pensé que iba a ser inmortal y que viviría cien años. No creo que sean suficientes, aunque no hay mal que cien años dure.

Hoy me esta pegando el aire que circula como loco por los valles de Manhattan, mientras camino y voy echando de menos una buena capa española con que cubrir los embates del aire que baja del Bronx. Aunque este airón bien podría arrebatarte la capa como el de cualquier cerro de la sierra de Ávila, en febrero.

Vamos al MoMA. Ir al MoMA es como ir a una buena corrida de toros; no importa quien “toree” en las exposiciones individuales, el éxito de la “corrida” esta garantizado con la visita a la colección general. Mis cuadros de siempre esperan la visita, si no los veo se enfadan y a la siguiente vez ya no me dirían lo mismo. En todo los museos del mundo tengo una serie de amigos que me llaman y me esperan. Hoy, por ejemplo, tengo una cita con las “Señoritas de Aviñon”; estas atractivas señoras están de cumpleaños, ya son centenarias y siguen tan guapas como en 1907. Mientras, D. Pablo duerme el sueño eterno, en vera efigie, en una esquina de mi pizarra de corcho, la de las fotos de la familia, mi especial muro de las lamentaciones.

También me he pasado a ver a D. Richard Diebenkorn, sentado frente a su verde Ocean Park #115 y hasta me he hecho una foto durmiendo a su lado. Le volví a reiterar mi gusto por su pintura y las gracias por su inspiración. Quedé en verlo en cualquier terraza de bar de la eternidad, si nos dejan y si podemos, que no está claro. De refilón crucé unas cuantas miradas con D. André Derain y D. Paul Cézanne, más que nada por no peder la costumbre y porque no dejen de reconocerme en el futuro. En una de las salas me encontré con D. Claude Monet, no quise pararme con él pero le dí recuerdos de Carlitos Pascual, al cual echo también de menos; debería estar por aquí, él o su pintura. Gente con menos méritos están aquí representados.

Con todo esto me dieron las cinco y estaba un poco cansado de la andadura y las visitas. No era yo el único en tal situación. A mi lado se sentó, o mejor dicho se tumbó, un niño de seis o siete años—”Wake me when it’s over”—(Despiértame cuando se acabe) dijo a su madre, con voz dramática de actor sobreactuando y que me recordaba a mi mismo. Lo que no sabia el niño es que un museo no se acaba nunca, nos sobrevive a todos, pintores y curiosos, grandes y chicos, buenos y malos. Al igual que Nueva York no se acaba nunca y esperemos que no, por el bien de los que nos siguen.

Así que me senté otra vez, al estilo mexicano, en el suelo, al lado del Ocean Park #115. Me calé la gorra de béisbol, eso si con el escudo de mi Real Madrid. Tapándome los ojos y con voz dramática, y sobreactuando, le dije a S…—“Despiértame cuando se acabe”—

Luisma, Nueva York, Diciembre del 2,007.-

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The Collector

Luis Jimenez-Ridruejo: El coleccionista en la colección. Museo Guggenheim, Nueva York 2006

The Collector in the collection. Guggenheim Museum, New York 2006

I told you I’m a collector, which generally means that one collects paintings, but in my case it’s totally different. I am a starter of collections, though some don’t stay with me as long as others; some I even abandon and resume on a whim. For years I have intermittently collected “Americana”, which the Spanish would call americanadas. A fairly inexpensive collection, because americanadas almost always are not costly things. A collection that includes everything from heart-shaped boxes of chocolates with pictures of Elvis on top, to “slinkies” (colorful springs that walk downstairs ) to the pen vase shaped like the head of Joe Camel. Joe being the Camel of the cigarettes, and many other things that are generally cheap pieces of plastic and are colored accordingly.

My newest collection is cheaper still, so cheap it’s free: A collection entitled “Sunsets from the trapezoidal window.” This collection has lasted a few years, the years I’ve been in my house on Pittsburgh’s Mission Street. In this house I enjoy a strange trapezoidal window, which may already belong to my collection of americanadas, and whose rare form and style contrasts with the rest of the house’s windows. The window in question is oriented on the bias, facing west, and it frames the most amazing and impressive collection of sunsets I’ve enjoyed in my life.

I’ll make an exception here for the sunsets on the far banks of the Tormes river across from the Cathedral of Salamanca. Ah! Old stones, often maligned but always remembered, from a time when everything was so big and myself much smaller. Perhaps another exception: Two jeweled sunsets just outside Florence after summer storms. It is true that in those days my vision was influenced by the quantity of beauty stored or stacked before my eyes on my first visit to that city. It will be difficult to return to it without breaking the aesthetic spell of those days, an enchantment that has never vanished from my imagination.

Here is what you see from the famous trapezoidal window: The neighborhood rooftops, like a Parisian postcard. To the left and framing the sunset on the horizon is the church of San Nosequé (Saint Somebody). Greek Orthodox Catholic, a parish without parishioners but with belfry and bell, which periodically plays unbidden. In the background, like a theatrical backdrop or scenery from an American detective film glints the skyline of downtown Pittsburgh, with its skyscrapers and myriad lights, its illuminated windows that produce a sense of inhabitation. The reality is that all such lit buildings are now, at this hour of sunset, nearly empty offices save for the cleaning people. No matter: These buildings have an intrinsic beauty, empty but full of light.

Above the buildings is a mountain of sky, a space of natural colors changing with the varied cloudscapes, all heaven that’s worthy of the name. The mist of three rivers, the massive influence of vegetation in the area, the mountains which are not seen but are there; indeed, the mountains are unseen because I live in the lap of one, a succession of mountain-valley-mountain, etc … that fantastic view when the plane flies over Pennsylvania, that wrinkled skin! In addition, heat from the city-center asphalt produces all kinds of conditions for varied and unique celestial colors each evening.

And these are sunsets that took some time collecting. Not by photograph or video (though some I have recorded in such ways) but in my own eyes, for the time when my view may perhaps no longer reach them. I will recall this, all of this life. My life in America.

Luisma December 27, 2007

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El Coleccionista

Luis Jimenez-Ridruejo: El coleccionista en la colección. Museo Guggenheim, Nueva York 2006

Luis Jimenez-Ridruejo: El coleccionista en la colección. Museo Guggenheim, Nueva York 2006

Te he dicho que soy coleccionista, lo que en general significaría que colecciono pintura, pero en mi caso es totalmente diferente. Soy un iniciador de colecciones y algunas me duran más que otras, incluso algunas las dejo y las tomo después de periodos aleatorios. Desde hace años, y con tiempos en los que no me dedico a ello, colecciono “americana”, lo que en español diríamos: americanadas. Una colección bastante barata pues las americanadas, casi siempre, son cosas de no mucho precio. Una colección que incluye desde cajas de bombones, con forma de corazón y el retrato de Elvis Presley, hasta “slinkies” el muelle de colores que baja escaleras…pasando por el portalápices con la forma de la cabeza de Joe Camel, el camello de los cigarrillos y muchas otras cosas que generalmente son de plastiquillo y colores dudosos, como corresponde.

Mi más reciente colección es todavía más barata, es gratuita, es una colección que titulo: Atardeceres desde la ventana trapezoidal. Una colección que dura ya unos pocos años, los que llevo en esta casa de Pittsburgh, la de la calle Mission. En la que disfruto, literalmente, de una extraña ventana trapezoidal, que ya podría pertenecer a mi colección de americanadas por si sola y cuya rara forma y estilo contrasta con el resto de las ventanas de la casa. Esta ventana en cuestión esta orientada, al sesgo, a poniente y por ella me llega la más increíble e impresionante colección de atardeceres que haya podido disfrutar en mi vida.

Aquí debería hacer una excepción para recordar los atardeceres de la vega del Tormes frente a la catedral de Salamanca. Ah! las viejas piedras, tantas veces denigradas y tantas veces recordadas, cuando todo era tan grande y yo mucho más pequeño.
Quizá otra excepción: dos atardeceres-joya a las afueras de Florencia después de sendas tormentas de verano. Bien es verdad que mi mirada estaría aquellos días influida por la cantidad de belleza almacenada o apilada ante mis ojos en mi primera visita a aquella ciudad. Me será difícil volver a ella, más que nada para no romper el encantamiento estético de aquellas jornadas, encantamiento que nunca se ha volatilizado de mi imaginación.

Tendría que decir lo que se ve desde la famosa ventana. Los tejados de la vecindad, como si de una vista parisina, del Paris de la France, se tratara. A la izquierda y tapando la caída final del sol a horizonte, la iglesia de San Nosequé, católica ortodoxa griega, una parroquia sin parroquianos, pero con campanario y hasta campana, que a veces toca por si misma. Al fondo, a modo de telón teatral o paisaje de película policíaca americana, la “línea del cielo” (the skyline) de “downtown” Pittsburgh con sus rascacielos y sobre todo sus miríadas de luces, ventanas iluminadas que producen las sensación de sitio habitado. La realidad es que todos esos edificios iluminados, ahora están vacíos porque son oficinas y lo más que puede quedar, a estas horas de la caída del sol, es la gente de la limpieza. No importa, tienen una belleza intrínseca, casas vacías pero llenas de luz.

Y encima de los edificios un montón de cielo, un espacio para los colores naturales que cambia cada día con los más variados celajes, como todo cielo que se precie de serlo. La humedad de los tres ríos, la influencia de la vegetación masiva de la zona, los montes que no se ven pero están ahí; efectivamente, los montes no se ven porque vivo en la falda de uno, una sucesión- monte-valle-monte, etc…fantástica vista de ellos cuando en el avión vuelas sobre Pennsylvania, que arrugada piel! Además, el calor del asfalto del centro de la ciudad produce toda clase de condiciones para hacer variado e irrepetible cada atardecer.

Y esos atardeceres son los que llevo algún tiempo coleccionando. No en fotografía o video (algunos tengo grabados de esas maneras) sino en mis propios ojos, para cuando, quizás mi vista ya no alcance a verlos. Me quedaría el recuerdo de todo esto, toda esta vida. Mi vida en América.

Luisma 27 de Diciembre del 2007

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