No me ha costado mucho recordar mis primeros contactos con la música. Dos ideas: la radio de galena debajo de la almohada, en los primeros compases de mis noches de verano en la calle Toro y el Kiosko de la Música, en el centro de la pérgola del Parque de La Alamedilla, en Salamanca (España). A los cuatro años de edad y ya un montón de músicos escondidos en la cama…Vivaldi, Granados, Glenn Miller… El otro recuerdo que me caballea en la imaginación: mi asistencia dominical, casi de culto, a los conciertos de la Banda Municipal de Salamanca, en el templete de la Alamedilla, escuchando desde los bancos corridos de granito con respaldos de frio hierro colado. Ensimismado en los rechamantes brillos de los instrumentos y los movimientos ágiles de las hombreras de aquella impoluta guerrera blanco-marfil, y la gorra de plato del mismo color; era el director Don Castor Iglesias Pollo, un nombre que no se me despinta; ni su Chabrier, ni sus Arlesianas de Bizet. El mínimo homenaje es recordar, sin problemas y al pronto, su nombre completo, y no era ni un futbolista, ni un ciclista. Yo tenía entonces nueve o diez años. Después del pasodoble final, de propina, aquél niño no quería irse hasta que no se marchaban todos los músicos, y quedaba el olor a pámpanos dulces del parque. Ah! La música entró hasta en mis bolsillos, para siempre. Y conmigo va.
Mucho después. Corrían los primeros años sesentas del ya pasado siglo. Entonces los años corrían, ahora vuelan como drones, literalmente. Estamos en 2020, y ‘no hay dios’ que se lo crea. Me cuesta aceptar que voy camino de los ochenta, y parece que ha sido un suspiro. Había llegado de un Paris en ebullición, adelantado a la historia, y pretendía seguir con la vida ‘bohemia’, en el Madrid de “La Movida”. Estudiando, poco y viviendo, mucho. Parte de ello era mi asistencia fiel y regular a los conciertos dominicales de la ONE (Orquesta Nacional de España). Las únicas entradas asequibles, a mí siempre parca bolsa, eran las de “gallinero”; que se ponian a la venta al módico precio de 10 pesetas, con carnet de estudiante. La taquilla se abría a las 9 de la mañana de los jueves y la “cola” para dicha expendeduría se ‘organizaba’ hacia las 11 de la noche del miércoles. Allí al aire libre, frio, con olor a la manga del riego nocturno, nos juntábamos un ciento de gentes jóvenes, melómanos que pasábamos el tiempo hasta la apertura de la taquilla discutiendo de música y de las artes en general. Así “conocí” y escuché a los más grandes de la época y de siempre…Rubinstein, Menuhin, Rostropovich, Von Karajan, y tantos otros que cimentaron mis conocimientos de música, educando mi gusto; ya que no era capaz de tocar un instrumento, nunca lo fui. Una gran frustración vital.
Y detrás de la música están los músicos. (¡Enhorabuena, Luisma, que no te pase ná! “Si te seguimos, Maestro, es por lo bien que te entendemos”). Mis relaciones con ellos, los músicos, a veces extrañas, a veces increíbles, siempre sorprendentes y yo diría que: en general, buenas (¡?) En la misma época madrileña yo disfrutaba de lo que se podría llamar: músico de cabecera. Era Nicanor Muiños, excelente violinista gallego, compañero de pensión estudiantil en la habitación contigua y ‘despertador personal’ cada día, a las 8 de la mañana, “haciendo dedos” a los acordes de la Chacona de Vitali y La Oración del Torero de Turina, y así durante casi tres años…Con la pared de por medio, como sordina. Inolvidable. El recuerdo es diáfano, con olor a café portugués barato, aunque su cara se me ha perdido. No sé nada de él; hace cincuenta años y todavía me levanto algunos días silbando la Chacona. ¡Grande la música y los músicos!
Pasaron los días de Madrid y mucho tiempo después, hace 22 años y ya en USA, siempre con música. Houston, Dallas, Pittsburgh, pasando de sur a norte, estuve viviendo por seis meses en pleno corazón de América. El sitio era Wheeling, en el Estado de West Virginia, un poblachón (ciudad le llaman ellos) de treinta mil habitantes, dormida un poco, demasiado, en el pasado y en el distintivo honor de haber sido, por un tiempo, capital de Norteamérica, los Nordistas, durante la Guerra Civil. Un lugar donde tienes la sensación de que, por el túnel de entrada a la ‘ciudad’, y en medio de un acre olor a trilita, va a aparecer el presidente Lincoln subido en un armón de artillería, tocado con su sombrero de copa alta—en inglés: “stove-pipe hat (sombrero de tubo de chimenea de calefacción). Volviendo a la música…Wheeling, increíblemente, tiene una Orquesta Sinfónica, uno se pregunta de qué rincones del presupuesto sacan para pagar el asunto. El secreto posiblemente sea el pluriempleo. Encontrar un violinista en una ventanilla del Banco Wells Fargo, o a la trompa principal de cajera en el supermercado. ¡Esto es América!…
¡Ah! La directora era Rachael Worby, buen músico, además de ser la cónyugue del Gobernador de West Virginia. Tuvimos una relación amistosa, de acera a acera en la calle Main, donde vivíamos y estaba asentado también el Teatro Principal (y único) de la villa. Volvíamos caminando, todos los viernes de concierto, noche cerrada y calle arriba, cada uno por su acera, así durante los seis meses que duró mi estadía en la villa. Todas las vueltas a casa le aplaudía, o le hacía algún comentario sobre la “performance” del día, o sobre música española, era gran admiradora de Albéniz. Mi gran recuerdo de ella fue en medio de un concierto en el que paró, abrupta y sonoramente, la orquesta con un pisotón en el pódium y un estentóreo: ¡No! Y tras unos fulminantes segundos de silencio, reemprendió la música en el mismo arpegio. No olía ni a otoño, ni invierno, ni almendras amargas… Cuando desaparecí y nunca volví, supongo que alguna vez se preguntó quién sería aquel tipo que le hablaba desde la acera de enfrente. Años después, ahora sé que dirige un colectivo de artes en Pasadena (California). Es el poder de Internet… estamos todos en la nube, flotando.
Y he vuelto a las andadas, a los principios; a la radio debajo de la almohada. Ahora es el IPad o simplemente la TV con sus cientos de canales y solo dos (!?) de música clásica, uno llamado: “Light” y el otro: “Symphonic” (!?) muy desiguales, eso sí: 24 horas/7 días, sin posibilidad de selección propia. ¡Algo es algo! El mundo dentro de casa. La obscuridad rodeando una galaxia de luces LED parpadeantes, para dormir eternamente mecido por la música. [ Inciso: se nota que estoy escuchando el finale del “Anillo de los Nibelungos”? Excusa: hoy es el cumpleaños de Wagner] Imperecero placer de la música, compartido desde hace ya más de veinte años con otro músico: S. (léase Ese Punto) compañera y violinista (!), retirada por enfermedad de la práctica del violín; sus manos ya no podían llegar al nivel “excelsior” que ella quería para sí misma. Era una violinista fantástica—mandona—ese violín poderoso, de nivel concertino que todo director quiere poner detrás de la entera sección de cuerda para “tirar”de ella y conjuntar todos los violines, y en suma todo el elenco. La orquesta californiana la perdió y yo la gané, para tirar de mí musicalmente y resolver todas mis dudas y deficiencias. Hasta conocerla a ella, siempre creí que la música era un placer de disfrute individual. Y lo más grande, así son estos músicos, S. ya sobrevuela, certeramente, por encima de mi pintura, fotografía y escritura. Estética, composición, intuición. Un estuche que lo tiene todo. Impepinable. ¡Hágame un favor, ponga un músico en su vida!
Luisma, Maypearl TX 3 de Junio del 2020
Preguntas/Questions? Contact