Fue al final, más o menos, de la Guerra Civil Americana. Quedaba un cuarto de siglo antes de que empezara el siglo XX ; lo que a los niños actuales les puede parecer que fue hace millones de años y a mi generación, los nacidos con la bomba atómica (1945), nos parece que fuesen todavía los últimos años del XIX , a la vista de cómo iban las cosas, un siglo venidero que a muchos se les antojaba un misterio, el futuro, y un desafío—se habían visto artilugios voladores a motor—el siglo XX empezaba a bombo y platillo. El anterior había sido el siglo del ferrocarril, la maravilla que estaba convirtiendo a la nación, los Estados Unidos, definitivamente ‘unidos’ después de la guerra civil, en el país más rico de la Tierra.
En Nueva York y en Chicago, florecían fortunas grandiosas de los ricachones nordistas, los vencedores, los que siempre escriben la historia. Habían amasado estas enormes fortunas con el carbón, el petróleo, la construcción, el ferrocarril y sus ‘caminos de hierro’ y todo el acero que los países más pobres necesitaban, y…Wall Street. Millones y millones de dólares, la moneda nueva y poderosa. Aquellos millonarios de riquezas sin cuento, se les llamó: “the robber barons” (los Barones ladrones) y quisieron distinguirse del resto de la ciudadanía con la exhibición de su opulencia. Como no podían imitar, aunque alguno lo intentó, a los Incas peruanos y llenar habitaciones de lingotes de oro, quisieron recrear las ostentaciones de los monarcas europeos.
Tremendas mansiones, a imitación de los castillos y los palacios del Viejo Mundo, pero con las nuevas ideas estéticas y las nuevas invenciones al punto. En sitios como Kentucky, Missouri, Kansas, yendo hacia el lejano Oeste, las tierras del americano profundo. Grandes viviendas, en grandes predios, decoradas con lo mejor y lo más caro, incluidas obras de arte pictóricas y escultóricas de los más grandes artistas comprables, de todas las épocas y sobre todo de la actualidad más controvertida. Los periódicos y las revistas se habían encargado de publicitar todo lo que era nuevo y apetecible, la Moda había hecho acto de presencia y París era la capital del mundo. Las mansiones de los ‘barones’ americanos querían tener la suntuosidad que habían admirado en sus viajes a Europa y, claro, había que decorar aquellas enormes construcciones con muebles, artes decorativas y sobre todo pinturas de los grandes viejos maestros y los contemporáneos académicos.
Al tiempo, jóvenes de familias pudientes atravesaban el Atlántico para imitar y estudiar a los pintores europeos. Todos adscritos a las academias y sus meticulosas técnicas. Era, también, el momento en que los pintores jóvenes europeos se lanzaron a exhibir sus nuevas estéticas, al principio rechazadas, criticadas e insultadas. Reducidos al viejo Paris de Montmartre, montaron un Salón de Rechazados y evolucionaron el arte hacia la celebridad; se veían tendencias nuevas y un estilo se impuso, camino de la fama mundial. Había nacido el Impresionismo. No sin una fascinante lucha, el llamado Impresionismo fue antes que un estilo, una guerra más de las que proliferaron en el viejo continente.
Las primeras críticas fueron acerbas. Los jóvenes estudiantes americanos en Paris, tomaron nota, algunos, de su repulsión por aquella pintura. Uno de ellos escribía a sus padres: “nunca en mi vida he visto cosas tan horribles…no consideran el dibujo, ni la forma, pero te dan una ‘impresión’ de lo que ellos llaman: naturaleza…era peor que la cámara de los horrores.” Esto venía de un pintor (J. Alden Weir) que más tarde abrazó el Impresionismo y hasta llegó a tener cierta notoriedad en América. La naturaleza estaba ahí para hacer uso de ella. Los paisajes se podían encerrar en cuadros más o menos grandes. Los pintores americanos (y todos los demás) del siglo XIX tenían los ojos y las ‘entendederas’ acostumbrados a la pintura histórica, la que llenaba museos y palacios, celebrando victorias de ellos o de sus antepasados o la mitología, que siempre fue muy socorrida. El cuadro todavía no era más que un motivo de decoración y orgullo del poseedor, la celebración de sus riquezas. La valoración de la pintura como inversión llegaría un poco más tarde.
Lentamente, los cuadros impresionistas empezaron a hacerse más y más pequeños, así se mataban varios pájaros de un tiro, la reducción permitía vender pintura a gentes con casas aún grandes y con menor poder adquisitivo. La nómina de artistas pintores aumentaba rápidamente. Los marchantes de arte fueron sustituidos poco a poco por galerías de arte que habían promocionado la obra gráfica seriada de los mismos pintores. Al americano le era mucho más fácil aceptar el colorismo de la naturaleza ’impresionista’ y mucho más difícil detectar las copias de los mejores. Miles y miles de estas pinturas inundaron un mercado americano que adoptó el impresionismo como algo suyo y era lo que las siguientes generaciones veían en sus casas, sus oficinas, sus lugares públicos. El Impresionismo era, y para ellos sigue siendo: La Pintura.
Los americanos siempre defendiendo su individualidad nacionalista y en aquellos tiempos más preocupados de lo que acontecía en su propio país que de lo que pasaba en Europa. Cuando acometían la inventiva y la creatividad podían ir a paso cambiado con las novedades, pero a la hora de desarrollar la practicidad de un invento o de algo novedoso. sometían el desarrollo a su comercialización, el dominio de sus patentes y la industrialización. El chauvinismo heredado del socio francés todavía procuraba engrandecer y enaltecer la producción doméstica. Igual ocurrió con la ‘invasión’ estética. Para comprender un poco este país hay que recordar y no olvidarlo nunca que en el mercado interior USA, cualquiera objeto, producto o cosa que se venda, hay que ‘multiplicarlo’ en todos los sentidos por cincuenta (estados), de ahí los números que se producen y se amasan.
Los americanos se dividían en dos facciones, y aún siguen así: los que podían pagar grandes sumas de dinero (millones de dólares) por la gran pintura y los que solo podían pagar unos pocos cientos de dólares por copias o imitaciones del gran arte. Hoy en día, cientos, miles de dedicados pintores chinos, de oficio y gatillo facil, se encargan de copiar o imitar cuadros impresionistas, empezados y terminados en el mismo día, baratísimos, que se venden en almacenes de muebles y objetos de decoración y en ferias especializadas, y que llegan a un desconocedor público a precios irrisorios. Raramente el deshielo de este arte congelado en el Impresionismo avanza en el supuestamente considerado arte moderno; apenas unos pocos escarceos en la no figuración, en busca de un multitudinario público joven y desconocedor, que lo más que pueden llegar a pagar es por un poster y ni siquiera por una obra gráfica.
Aquellos artistas jóvenes volvían repatriados después de la aventura europea y aquí trataron de implantarlo todo, la estética, el colorismo, la vida en colonias de artistas al estilo francés. Al mismo tiempo trataban de reflejar París y su energía, la vida moderna de Nueva York hacía el efecto. Los americanos trabajaron el estilo impresionista exhaustivamente hasta los años veintes del siglo pasado (y aún siguen, algunos) y dejaron marcados indeleblemente la ‘modernidad’ americana con el Impresionismo. Y aún está entronizado en el gusto del americano medio y en el arte que cuelga en las paredes de sus casas. Cualquiera de estos, preguntado por arte, te dirá: “…el impresionismo, Monet…” y a partir de esto, ‘nada’ ha pasado en el mundo del arte. Ah! sí…Picasso, Dalí, la abstracción…’pero mire usted: yo no entiendo esa pintura, no sé lo que quiere decir—y mi hijo pequeño puede hacerla’ (cuantas veces he escuchado esta aseveración?).
En Pintura, el siglo XX y la Abstracción no existen para el americano medio, y son millones (más de trescientos). La mayoría, si les ayudas un poco con la memoria, resucitarán al bueno de Andy Warhol y al Pop Art y pare usted de contar. Los cuadros de encima del sofá, o del frente de la chimenea, son colorines y los llaman decoración, o posters. Y luego hay una minoría fundamental, unos treinta millones de gentes, más o menos, que son capaces de discernir entre Rothko, Pollock y De Koenig, por ejemplo. Ya se sabe: todo ‘multiplicado por cincuenta’. Esa es la grandeza del último imperio, de la ‘modernidad’ autoproclamada.
(Gracias a H. Barbara Weinberg por el uso de alguno de sus escritos en este post.)
Luisma, Maypearl (TX) 29 de Octubre del 2016
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