No era la primera vez que atravesaba el puentecillo de madera que salvaba lo que es, no un rio, no un arroyo, ni siquiera un regatón de lluvias… una pasarela de troncos desbastados tendidos entre los morros de una grieta del terreno, no muy grande, ni muy profunda. Solo lo suficiente para que ese accidente sea impracticable por cualquier tipo de vehículo—bueno!—quizás, con un ‘oruga’ o un tanque militar se podría. Para que necesitaría andar con un tanque por estos vericuetos del rancho? Pensándolo bien, porque necesitaba pasar a la otra parte? La ‘otra parte’, en la que está ‘el gran bosque’, con su pequeño lago al que se accede por dos, también pequeñas, roturas de entrada a la maraña. Dos estrechos caminos desbrozados por el poco paso humano y el leve tránsito animal; que a veces se borran de una estación para otra y hay que imaginar por intuición y acudiendo a las dotes de orientación de cada uno, que no siempre están disponibles.
Por supuesto, he estado en el lago a plena luz del día. Sentado en la orilla, contemplando una pequeña barca, mínima, que nunca se mueve, anclada con una boya de peso. Pensando quien habrá sido el barquero, si lo hubo. Quizá, sólo en la noche, para navegar en la oscuridad. Perderse en el gran bosque del piélago es siempre motivo de pesadillas nocturnas. No quiero ni pensar en andar a oscuras por aquellos andurriales del rancho, ni siquiera con luces, por muy potentes que fueran.
Los ramajes, la barreras de espinares, los múltiples huecos de las raíces de los tortuosos árboles…en la noche, ni hablar! Pero, si en algunas partes del bosque, a veces, no llega la luz del sol! En ocasiones la cámara de fotos me pide el uso del flash, en pleno mediodía ( ! ), y me devuelve un colorido cambiante, a veces imposible, desde el blanco más impoluto hasta el rojo más sangriento. Muchas de las fotos que he hecho en ese bosque, incluso siendo muy espectaculares, no hacen justicia al entramado de la maraña del espinoso terreno.
Siempre he pensado que esa zona es la puerta a otro mundo, de entidades desconocidas, guardada por jabalíes y serpientes, zorros, armadillos y ejércitos de insectos poderosos; que interpretan sus juegos de guerra particulares y en los que ni me quiero inmiscuir, en lo posible. Esta vez me dí la vuelta sin atravesar el puente, como tantas veces, volviendo a lo abierto de la pradera, caminando rápido hacia la casa. El cielo se estaba poniendo oscuro y no solo porque fueran las seis de la tarde, sino porque amenazaba tormenta, que aquí son rápidas en formarse, de mucho rayo y a menudo de poca agua. Siempre rolando de sur a noreste y sin olor a ozono, ni previo, ni después. Necesitaba llegar cuanto antes al estudio, con sus múltiples grandes ventanales, desde donde ya a seguro, me gusta disfrutar de las tormentas largas de la pradera; mientras pinto, escribo u oigo música.
Desde estos ventanales, que dominan la parte de atrás de la casa y las campas que acaban en el gran bosque, se ven las luces de los días, amaneceres coloridos y luminosos, y las oscuridades de las noches, la suma de todos los colores, el negro que no diferencia terreno, árboles o cielo; blanco a la instantánea luz del relámpago.
Así he visto, varias veces, luces extrañas de trayecto veloz, imposibles de identificar, que desde lo alto del cielo, en vuelo oblicuo, se hunden blandamente en las copas de los árboles y las marañas del bosque. Nunca se mueven en sentido contrario, de abajo hacia arriba, nunca cambian de color, son blancas, lechosas, incorpóreas y conservan su unidad; nunca se escinden en partes, ni producen ruidos. Antes bien, producen silencios de la naturaleza durante los cortos vuelos de ‘aterrizaje’ y no se oye un ruido, ni un pájaro, ni una cigarra. Ni siquiera el viento. Y siempre en la noche oscura.
Muchas veces he pensado en ir a esa zona, a los alcances del gran bosque. Entrar en él y de noche cerrada, negra sombra, ay!…ha sido solo con la imaginación. Tratar de desentrañar el misterio de esas luces, o lo que sean; no creo que lo haga, tengo que reconocer que soy un cobarde, es el miedo único que se puede tener, el de lo desconocido. Aunque soy un cobarde curioso, eso sí. Y sí, me estoy perdiendo algo por cobardía, que si fueran los nunca bien ponderados ‘extraterrestres’—no me lo perdonaría jamás—digo, el no conocerlos sería inexcusable, bochornoso, un auténtico error garrafal, vital.
Soy nacido en Castilla y he pateado los bosques gallegos, con y sin tormentas, de día y de noche, en enero y en agosto, y aunque estemos a miles y miles de kilómetros de distancia, alguna noche por el titilar de unas luces entre los árboles, por el ‘resultado’ de alguna foto al ampliarla, he dado en pensar que por este bosque tremendo puede que ande la ‘Santa Compaña’. Y más vale que sea ‘ella’ y no el ‘KuKuxKlán’ que por estas andaduras sureñas, tampoco tendría nada de particular; no solo en Granada todo es posible y no sería la primera vez que he visto el circulo de piedras que señala la quema de una cruz. Ya sé, ya sé, estamos bien entrados en el siglo XXI, pero a pesar de todo…
Luisma, Maypearl (TX) 28 de Septiembre del 2015
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