Corría el otoño de 1989, ya hace un rato, y yo llevaba apenas una semana en América, adonde había llegado en una tarde calimosa y caliente. Días después, todavía estaba en trámites de acostumbrarme al clima de Texas, Houston y su ‘bayou’; aquel asfixiante calor y humedad, acongojante, sobre todo en la noche. Apenas dormía entonces, eran noches de toallas mojadas, frente al televisor, viendo películas que ya conocía y esta vez eran en inglés, intentando aprenderlo mejor y lo antes posible. Acabé acostumbrándome a dormir con el aire acondicionado y los ventiladores de techo. Aquello me hacía estar zumbado durante el día y dormir pequeñas siestas en cualquier sitio. Así estuve durante semanas, luchando con dos problemas típicos: dormir y conducir. Poco a poco me acostumbré a dormir bañado en sudor y a conducir el coche en una ciudad y un país que desconocía.
Era un martes de aquellos días—no sé porque lo recuerdo tan bien— y decidí que era un buen día para visitar mi primer museo de arte en América. Echaba de menos el beneficio balsámico de unas horas mirando, explayándome, agarrándome, sosteniéndome en y a las obras de artistas plásticos que lo eran, o lo habían sido, todo en el mundo del arte. Por primera vez tenía a tiro, a la distancia de unas pocas calles, un museo moderno americano. Uno de los que siempre había soñado visitar y que antes del Internet solo era posible conocer con la ayuda de infrecuentes publicaciones y documentales de televisión. La Capilla de Rothko, un conjunto pictórico que había estudiado por fotografías y que ahora estaba ahí, al otro lado de los ruidos acompasados de una autopista. Un edificio con su aspecto de “bunker” cerrado a cal y canto; apéndice sorprendente de un Museo Menil, cuya arquitectura y colección había puesto a Houston en el arte moderno al mismo nivel de atención mediática que la NASA en lo espacial.
Me equivoqué varias veces de calle, aún llevando un mapa de la ciudad, era la falta de costumbre en transitar por el tejido urbano de una ciudad americana cuyas direcciones de tráfico te mandan a diestra y siniestra hasta que aprendes el concepto de su diseño. Dí con el Museo Menil por el dibujo de su ‘tejado’ y porque de la buena arquitectura siempre emanan efluvios reconocibles que producen emoción. El Menil tiene algo de edificio industrial con sus entradas de luz cenital y el color gris-blancuzco de sus muros. Aparentemente simple, es el reconocible y reconocido proyecto arquitectónico, segunda comisión de Renzo Piano en los E.E.U.U. Aparqué cerca de la capilla, pero me encaminé primero hacia el museo, la Menil Collection, que visto desde el exterior encaja muy bien con el vecindario, sin romperlo ni contrarrestarlo. Produce al acercarse a sus puertas una inusitada sensación, gracias a su diseño exterior, parece pequeño por fuera y resulta enorme y grandioso una vez que estás en el interior.
Recordaré siempre aquella visita primera al Menil por algo sorprendente y que nunca me ha pasado en ningún otro museo del mundo: durante más de una hora, la colección era en exclusiva para mí. Tanguy, Magritte, Man Ray, Duchamp, Matisse, Picasso, Warhol, Pollock, Rothko, Twombly, Rauschemberg… Era el único visitante hasta que una hora después, cuando ya me creía el dueño y señor y empezaba a elucubrar ‘cambios’ en la ‘política’ expositiva, apareció una ruidosa pareja de franceses que deshicieron el encanto. Hasta ese momento Cy Twombly se me había aparecido y me daba una lección magistral sobre sus fantásticos, grises y enormes, “encerados” repletos de iconografía del lenguaje. Los 30,000 libros de la biblioteca que antes estaban en plena ‘grilleria’, hablando todos al mismo tiempo, se habían quedado mudos y me miraban desde sus lugares como pidiéndome excusas por haberse roto el encantamiento. Lamentablemente, en este museo nunca he podido dormir una siesta, los pocos asientos que tiene están en lugares demasiado ostensibles. Una lástima.
Me escapé del Menil y atravesando la calle y los parterres de hierba me planté a la puerta de la Rothko Chapel, listo para enfrentarme con el misterio y la tremenda propuesta del pintor latvio-americano, de la que tantas y tan variadas críticas había leído. La entrada me pareció angosta y lamentable, con el paso a través de la ‘tienda’ de regalos y suvenires disfrazada de oficina de información. La luz que llegaba desde el gran atrio interior daba la sensación de que era tarde y la visita estaba terminando, como si las ‘luces’ se hubieran apagado ya. Afortunadamente no era el caso, era el ambiente de luminosidad tenue creado expresamente para realce y mayor destaque de las pinturas de Rothko y conseguir el efecto de semioscuridad de un oratorio antiguo. Una capilla multiconfesional, porque no hay en ella ningún signo que se alinee con ninguna religión, aunque se haga hincapié en ello.
Los catorce grandes lienzos, densos y oscuros, totalmente oscuros pero sin carecer de color, inmensos en su vibración pictórica, reciben luz cenital que cae sobre las diferentes texturas y matices cárdenos, negros y morados; todo ello impactante, lóbrego y lúgubre. Inevitablemente, para el “gran público” son unas pinturas difíciles de aceptar, admitir o aprobar. Ante ninguna manifestación artística he escuchado jamás mayor criticismo beligerante, ostensiblemente negativo, que dentro y fuera de esta sala. Siseos, chisteos, incluso risas contenidas y nerviosas en el interior y hasta una ‘perla’ de comentario en alta voz: “ Y, donde están las pinturas?” Afuera, al aire libre en el exterior de la capilla, se desatan los comentarios de desaprobación; siempre en forma audible, como para hacerse notar y en contraposición al silencio del interior y a las miradas cómplices de los positivistas. Con Rothko nunca hay medias tintas, ni fuera ni dentro de su pintura.
Visitar la Menil Collection y la Rothko Chapel fue la primera alegría compensatoria de un tan largo viaje, después vendrían muchas más. Siempre es un buen día el de visitar un museo.
Luisma, Maypearl (TX) 30 de Diciembre del 2014
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